Grandes eventos: ¿rentabilidad o derroche?

Juan José Añó
Miembro de la ACEF.- UDIMA


George Tsartsianidis. 123rf

A la hora de escribir estas líneas, está reciente la celebración de la Copa Mundial de Futbol de Brasil, con su resaca de alegrías y tristezas para los millones de aficionados que lo siguieron a nivel global. Cuando termina un gran acontecimiento como este, llega el momento de los balances aunque a esta hora es prematuro saber si la inversión realizada se compensará con futuros beneficios para el país y su población.

La presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, se ha apresurado a detallar las bondades que a todos los niveles ha supuesto el Mundial 2014 para el país. Esperemos que esté en lo cierto, pero ya hay voces críticas que dudan de su rentabilidad real. Un ejemplo, se ha criticado el número excesivo de sedes, 12. Además, cuatro de ellas, CuiabáNatal, Brasilia, y Manaos,  no tienen equipos en primera división y se duda de su aprovechamiento futuro.  Solo el estadio de Manaos ha costado 270 millones de euros. Si bien Brasil se ha convertido en la séptima potencia económica del mundo, se encuentra en sexta posición en niveles de desigualdad, y con un índice de pobreza cercano al 19% a pesar de los logros de los últimos años.

Confiemos, pues, que la experiencia sirva para  corregir los posibles errores cometidos, sobre todo teniendo en cuenta que los Juegos Olímpicos de Rio de Janeiro 2016 están a la vuelta de la esquina.

Existen divergencias sobre el impacto real de este tipo de acontecimientos. Es evidente que los grandes eventos no han de ser medidos exclusivamente a nivel económico. Cuando las ciudades se han convertido prácticamente en el centro y eje de todas las actividades humanas, la celebración de un gran acontecimiento alcanza una gran repercusión en un mundo de comunicaciones instantáneas y globales. Durante unos días la ciudad o el país organizadores están en el escaparate mundial, lo que sin duda es positivo.

Encuentra difícil justificación que esa enorme cantidad de dinero público, empleado en ocasiones para actividades de un marcado carácter elitista, no se haya concretado en todos los casos en beneficios permanentes para la ciudadanía

En nuestro país, en los años noventa y primeros del siglo XXI asistimos a una proliferación de este tipo de eventos. Quién no recuerda, por ejemplo, los Juegos Olímpicos de Barcelona, la Expo de Sevilla, en 1992, y posteriormente, el Fórum de Barcelona o la Copa América 2007 en Valencia, por citar algunos. Pero también se recuerda que en el año 1992, justo tras la celebración de los dos primeros eventos citados, se destapó el inicio de una crisis financiera que se prolongaría durante 1993 y se empezó a dejar atrás en 1994, y durante la cual se devaluó la peseta hasta en cuatro ocasiones.

Algo similar a lo que se ha puesto en evidencia a raíz de la actual y en apariencia inacabable crisis. El mantra, tantas veces repetido, de que habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades se hacía patente no solo en las economías domésticas sino también a nivel empresarial y de las Administraciones públicas. Y los grandes eventos, con su acompañamiento de construcciones “emblemáticas” asociadas a los mismos,  son un ejemplo palmario.

Tampoco debemos generalizar. Algunos de esos eventos supusieron la recuperación para las ciudades de espacios comunes. Zonas degradadas y espacios industriales obsoletos se revitalizaron y han quedado para el disfrute de los ciudadanos. En muchos casos sirvieron también para mejorar las infraestructuras de las urbes y sus accesos.

Pero no fue así en todos los casos. Todos tenemos en mente acontecimientos que una vez celebrados han dejado tras ellos un número no pequeño de instalaciones y construcciones que ahora aparecen como los restos de un naufragio, espacios fantasmales sin utilidad en pleno proceso de degradación. Estructuras, a veces estrambóticas, que una vez utilizadas quedan como símbolos de una megalomanía absurda con cargo a los contribuyentes. Y lo que es peor, aún siguen generando gastos y su posible reutilización exigiría una mayor inversión, ahora quimérica.

 ¿rentabilidad o derroche?
Foto de Robert Wilson. 123RF

Esto pone en cuestión el beneficio real de estos eventos. Al ser acontecimientos temporales los beneficios a nivel de industria turística se limitan a los días que dura, así como la contratación de trabajadores. En la trastienda, la Administración pública ha potenciado en muchos casos operaciones urbanísticas, a veces de dudosa catadura, y ha llevado a la privatización de suelo público. Con el agravante de que muchas de las construcciones asociadas a esos eventos no mantenían unos criterios de sostenibilidad urbanística: no aportaban nada al tejido cultural e histórico de la ciudad. Por no hablar de los más o menos habituales sobrecostes.

Muchas de las construcciones asociadas a esos eventos no mantenían unos criterios de sostenibilidad urbanística

Encuentra difícil justificación que esa enorme cantidad de dinero público, empleado en ocasiones para actividades de un marcado carácter elitista, no se haya concretado en todos los casos en beneficios permanentes para la ciudadanía, más bien al contrario (basta pensar en los niveles de endeudamiento). Y eso es más grave cuando la utilización de esos fondos llevaba aparejada la reducción o eliminación de inversión en otras partidas: deporte de base, atención social,  educación, etc.

Cuando diversas administraciones de nuestro país aún arrastran un endeudamiento derivado, entre otras cosas, de ese tipo de actuaciones y cuando el modelo productivo en el que estaban basadas hace más difícil la salida de la crisis, se requiere una reflexión seria y las actuaciones necesarias para no repetir los mismos errores en el futuro.

Parece de sentido común que debería ser en épocas de bonanza cuando habría que sentar las bases y promover las reformas necesarias que nos permitan sobrellevar con mayor solvencia los ineludibles periodos de dificultad. Del mismo modo que las empresas de nuestro país se están adaptando a nuevas formas de gestión, también las distintas administraciones deberían centrar su gestión en la racionalización y la transparencia y, en especial,  en priorizar sus actuaciones. Por decirlo de otra manera, que la apariencia o el beneficio privado no pasen por encima de las necesidades de los ciudadanos.