El horizonte de una maratón

DEPORTE

Ángel Javier Muñoz Marín
Profesor del CEF.-
Miembro de ACEF.- UDIMA

El horizonte de una maratón
Lusi. Rgbstock

Quizás desde mi infancia, en un tiempo tan alejado del presente que ya no soy capaz de enmarcar con una mínima precisión, escuchaba, eso sí, sin prestar demasiada atención, que los tres desafíos a que debía de enfrentarse cualquier persona durante su vida eran: escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo.  Tal vez esa falta de apego o atracción respecto de lo que no entendía fuera lo que me llevara en una fase posterior a dudar si una de esas tres tareas imprescindibles para sentirse completamente realizado consistía en correr una maratón.

Mi primer contacto con tamaño evento tuvo lugar, creo recordar, a la edad de los veintidós o veintitrés años, tal cual un lluvioso domingo de abril en el que me vi inmerso, sin buscarlo de propósito, en un colosal atasco, de esos con que a veces nuestras grises y descoloridas pesadillas nos azotan. El motivo de aquel ciclópeo atolladero de ruido e indignación a la par  no era otro que una bandada de los que a mí se me antojaba como enajenados, quienes galopaban, enfundados en pantalones cortos y muchos de ellos con acromáticas camisetas de tirantes, bajo los dictados de aquella húmeda sábana de agua. Pasaron los años, pero aquella opaca evocación siempre estuvo hibernando dentro de mí, esperando el momento preciso para su advenimiento.

Cuando los treinta comenzaban a declinar en favor de los cuarenta, y el metabolismo ya no funcionaba con la misma precisión con que lo había hecho hasta ese momento, no me quedó otro remedio que prestar atención a ese susurro que me rondaba desde hacía un tiempo y calzarme unas zapatillas -para mí vergüenza fueron unas botas de baloncesto, las única que tenía a mi disposición en aquel momento-, una sudadera gris, que con el sudor o para ser más técnico, con la transpiración generada al llevar a cabo el preceptivo adiestramiento a que me auto-sometía, terminaba pesando un par de kilos más que al inicio de tamaña actividad física y unos pantalones de chándal -creo que de felpa y de un color indeterminado- y con todo ello salir a rodar mis primeros metros, y digo metros porque no creo que llegara ni a un kilómetro. El aire se negaba a entrar en mis pulmones por más que abriera la boca hasta límites que jamás pensé era posible sin sufrir una luxación del maxilar inferior. Ese fue el principio de todo y durante todos estos años nunca lo he olvidado, ya que una cosa llevó, como siempre ocurre en la vida, a la otra.

Estas reflexiones que quiero compartir con aquellos que puedan o quieran dedicar cinco, o a lo sumo diez minutos de su tiempo a la lectura, no van encaminadas a explicar lo que se siente o se sufre al correr una maratón, sino a tratar de aclarar por qué se llega a esa inesperada, absurda pero a la vez ansiada situación; en qué momento se toma una decisión de ese alcance  y, sobre todo y ante todo, los sucesos que acontecen sucesivamente hasta que una mañana, a primera hora, te encuentras vistiendo un pantalón corto, una camiseta de tirantes y un par de zapatillas, junto con una pléyade de personas eufóricas porque tienen ante ellos uno de los mayores retos de su vida, correr durante 42 Kilómetros y 195 metros.

La decisión

Una vez que entras en el bucle de calzarte las zapatillas y salir a trotar, correr o entrenar, como lo quieras denominar, hay que tener presente que tarde o temprano la idea asomará dentro de tu cabeza. Sí, no lo dudes, se irá, la desecharás una y otra vez, pero es incansable, infatigable, no entiende de rendiciones o capitulaciones, y con una regularidad desesperadamente espartana volverá y, en algún momento, para quedarse definitivamente.

Tras un periodo que puede ser más o menos largo, en algunos casos meses o tal vez años desde que tuvo lugar “el suceso” (según mi diccionario, dícese de empezar a correr y no parar), llegará el momento en que decidas, casi siempre debido a la  bondadosa intervención de algún conocido que te habla maravillas de la experiencia, paladear la increíble sensación de tomar parte en una carrera popular apta a tus posibilidades físicas, de cinco o diez kilómetros. No estás para más aventuras. Ya has sido abducido, a la primera seguirá la segunda, a la segunda la tercera y así sucesivamente. Probarás, saborearás el nerviosismo de la espera en la línea de salida, el aliento de los demás corredores durante la prueba, la alegría al cruzar la meta y mirar el reloj. Todo sigue el plan predeterminado que se puso en marcha al acontecer “el suceso”.

Lo difícil, lo duro, lo desesperante de la maratón no es correrla ni siquiera terminarla dignamente, lo verdaderamente agónico es la preparación

En algún momento, seguramente uno de esos domingos, presumiblemente con un clima agradable primaveral, en que dispones de más tiempo para poner a prueba la amortiguación de tus zapatillas, y comienzas a arañar algún que otro kilómetro de más a tu rutina semanal, optarás por intentar la aventura en una distancia superior. Has desembarcado en el territorio de la media maratón, el marco de los 21 kilómetros y 97 metros te ha abrazado dulce y plácidamente, sin ruido, tan solo con un sordo susurro de bienvenida. Posiblemente la primera experiencia no sea tan feliz y provechosa como habías construido en tus ensoñaciones oníricas; tus piernas y articulaciones se rebelarán en un silencio doloroso, tus pulmones te habrán solicitado en algún momento, con ese lenguaje que sólo ellos y tú alcanzáis a comprender, árnica. Dependiendo de tu capacidad para olvidar y orillar de tu acervo memorístico las desagradables e irritantes sensaciones vividas, volverás a ubicarte, cual día de la marmota, en la misma situación otra vez y, cumpliendo el guión ya escrito hace mucho tiempo (¿recuerdas? cuando te pusiste las zapatillas por primera vez) esta vez sí evocarás la experiencia con una sonrisa reflejo del orgullo en ti mismo, y si no ocurre esta vez, lo será en la siguiente, porque, no te engañes, ya no pararás.

El campo ha sido regado y abonado convenientemente. La llamada tan temida, esperada y anhelada a la vez se acerca sin posibilidad de huida o marcha atrás. Será un comentario perdido de alguien al que no le pones cara o será un rostro amable, posiblemente de quién crees tu amigo, el que desenvuelva la idea que siempre has intuido que estaba allí, latente, adormilada. Has decidido intentar aquello que te estaba vedado. Eres un pre-maratoniano.

La preparación

Lo difícil, lo duro, lo desesperante de la maratón no es correrla ni siquiera terminarla dignamente, lo verdaderamente agónico cual doloroso martirio es la preparación. Durante tres o cuatro meses, cuatro o cinco días a la semana vives por y para ese día. Los 42 kilómetros 195 metros se transforman en una espada de Damocles que te va a perseguir las 24 horas al día. El miedo a un simple constipado, a una imprevista rozadura, a una lesión interactúa contigo sin descanso.

Podría utilizar todos los calificativos posibles y no creo que pudiera alcanzar a trasmitir lo que se le viene encima a uno. Por ello, creo que la mejor técnica de comunicación es describir en escasas líneas el panorama semanal.

El horizonte de una maratón
Mimica. Rgbstock

Martes. Acabas de mirar el reloj, son las 19,45 horas de un día triste de invierno, de enero para ser más preciso. Acabas de entrar por la puerta de tu casa después de un día cansado y agotador, tu cuerpo con un sofocante ruego te insta a acudir urgentemente al sofá, sin embargo la nota amarilla que tienes pegada en el espejo en el que te ves reflejado nada más acceder a tu habitación  te recuerda… ¡maratón! Suspiras, hasta es posible que hagas algún puchero, pero no te hace falta acudir a la carpeta donde guardas celosamente el plan de entrenamiento para saber a qué reto te tienes que enfrentar en escasos minutos, no has dejado de visualizarlo durante todo el día: 15 kilómetros. Con una simple regla de tres calculas cuanto será en tiempo y decides que posiblemente, si no hay incidentes, unos 75 minutos, es decir, si te apuras y sales a las 20,00, a las 21.15 terminarás, si a ello le sumas los diez minutos de estiramientos, para las 21,30 dispondrás otra vez de tu libertad. Por supuesto que la indumentaria que vistes ahora en nada se asemeja a la que utilizaste el día del “suceso”, hace frío, tal vez cerca de los dos o tres grados, mallas largas, de compresión a ser posible, camiseta térmica de manga larga, chaqueta térmica como segunda capa, gorro, guantes, y unas zapatillas por las que has abonado lo que nunca hubieras imaginado.  El GPS (hay me medir el tiempo, ritmo y distancia) y los auriculares para la música son optativos, pero convenientes, ya que no hay que olvidar que estamos preparando una maratón. Si eres afortunado sustituyes la música por la compañía de otro orate que como tú se ha embarcado en la misma quimera.

Una vez en el exterior te encuentras en territorio hostil, el frío invernal te zahiere inmisericorde, el viento se clava con dureza en tus ojos extrayendo lágrimas de ellos; las piernas semejan rígidas estacas que distorsionan tu antaño ágil deambular en una suerte de tonto desafío para mantener, con el debido decoro, un moderado equilibrio; empero lo peor de todo es el sordo pero persistente reproche con que tú mismo te mortificas al ser total y absolutamente consciente que estás ante una consecuencia de tus equívocas decisiones. Sin embargo, no todo es dolor, tristeza e incomprensión, quieras o no tu cuerpo se está adaptando y a medida que los minutos van cayendo la sensación de bienestar aumenta a la par que la cadencia de tu zancada. Los 75 minutos han volado. Te acercas al calendario que tienes en la mesilla de tu habitación y con una gran sonrisa procedes a colocar una cruz en el día que está a punto de morir.

Como he prometido que sólo robaría cinco o diez minutos a aquellos que se decidieran a compartir mis reflexiones, añadiré que el miércoles y viernes son una copia repetitiva de lo ocurrido en martes, si bien al viernes hay que añadir un elemento de diversificación, el sábado no se madruga.

Domingo. El día en que por antonomasia sirve para solazarse  temporalmente bajo la calidez de  las mantas, la fecha ideal para dilapidar unos tranquilos minutos en planificar lo que será una día de relax y tranquilidad, sin embargo el desagradable graznar del despertador te sobresalta,  y ello te hace entrar en pánico, te muestras confuso y alterado, con un ápice de incredulidad que te maniata, considerabas que el séptimo día de la semana, el esperado, permitiría que el sueño te arrullara durante un par de horas más. Focalizas la mirada en el techo, donde una luz, creo que anaranjada te escupe la hora, son las 7,45 de la mañana, notas que la indignación aflora, buscas una explicación al caos y en efecto, ésta no tarda en converger ante ti, la encuentras manuscrita en una manida nota amarilla que reposa junto al despertador, una palabra, una idea, un desafío, la maratón.

El domingo dibuja un horizonte diferente, desconocido e imprevisible. Hay que completar  25 kilómetros y la incógnita a despejar no es la conversión de la distancia en tiempo, ni el temido agotamiento mental o físico, sino localizar un marco espacial que te permita alcanzar tal distancia sin caer en el síndrome del tíovivo (dícese de comenzar a dar vueltas sin parar a un recinto en el que convergen el principio y el final). Las soluciones se individualizan en función de tu ubicación, la más socorrida es subir al coche, buscar una zona verde sin asfalto (hay que proteger en la medida de lo posible las articulaciones) y ponerse en marcha; en mi caso dispongo de una envidiable situación que me permite alcanzar en escasos minutos un sendero que nace allí mismo y cuyo final aún no he sido capaz de vislumbrar, lo cual a su vez supone que el vector tiempo juega un papel primordial, una hora de ida y otra de vuelta. Aquí sí que la música es tu mejor bastón y soporte, ya que la soledad va a ser tu única compañera durante dos largas horas.

El pánico

No deis nada por seguro ni por cierto, el pánico no es a los 42 kilómetros 195 metros, eso ya lo tienes asumido, el miedo apunta en una dirección distinta. Se acerca el día y con ello la angustia por una inopinada lesión, por un inesperado resfriado o por un invisible  y aterrador virus.  Han sido cuatro meses de sufrimiento, a veces de desánimo, pero también de ilusión,  un anhelo sin el cual jamás habrías podido sortear  tamañas dudas, penurias y dificultades. Si escuchas un carraspeo a tu lado, si presientes un estornudo porque detectas un movimiento espasmódico en una nariz, si percibes un rostro macilento a menos de dos metros de ti, pones inmediatamente tierra de por medio. Si eres tú el que toses o estornudas, luchas por no llorar aunque internamente las lágrimas no dejen de fluir. No puedes negar lo  evidente, has  puesto una pica en el mundo de la paranoia.

Epílogo

Son las 22,00 horas del día anterior al soñado evento. Te metes en la cama esforzándote por abrazar al reparador sueño cuanto antes, pero éste aparenta estar ausente, parece que  ha ido a esperarte a la línea de salida y tú le ruegas que vuelva, le gritas que ya habrá tiempo mañana para correr, que ahora es tiempo de soñar. Finalmente, ya de madrugada el cuerpo se rinde y el sopor te envuelve.

Y son las seis de la mañana…, pero eso ya será otra historia.