Lecciones de Viena

Álvaro de Diego
Decano de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad a Distancia de Madrid (UDIMA)

Lecciones de Viena
G. Kollidas. 123rf.com

Conmemoramos ahora el bicentenario del llamado Imperio de los Cien Días, que devolvió efímeramente a Napoleón desde el exilio de Elba al trono de Francia. La acción del pequeño corso conmovió entonces a quienes, reunidos en el Congreso de Viena, negociaban el reajuste en las fronteras del viejo continente tras el cataclismo napoleónico y restauraban la soberanía de los monarcas sobre las ruinas de la onda expansiva de la Revolución de 1789. Ya Jesús Pabón, al esbozar la figura descollante en la capital austriaca, señaló que "al hombre de hoy solo pueden interesarle aquellos momentos de la Historia en que -a semejanza del que le ha tocado vivir- una crisis trascendental colocó a los individuos y a los pueblos ante la necesidad inexcusable de iniciar una nueva existencia y una nueva convivencia".

Emparedada entre el ascenso de los populismos mesiánicos y los reaccionarismos nacionalistas, de una parte, y la desmayada respuesta "tecnócrata", de otra, Europa languidece ayuna de liderazgo. Los "genios de la administración", en palabras de García de Cortázar, han barrido a los "héroes de la idea". Han desaparecido políticos como De Gaulle, De Gasperi, Adenauer, Schuman o Churchill,  y otros líderes de posguerra, que "tenían ideas y vivían en creencias" y "para los que cada una de sus naciones y Europa entera no eran territorios asépticos, sino los lugares que habían proporcionado al hombre los valores esenciales de la modernidad y el imperativo moral de su defensa".

En esta hora se impone el regreso de los hombres de Estado, gobernantes que, conocedores de la época heroica en que Europa se alzó de entre los escombros, muestren su disconformidad con la mediocridad presente. Por ello no estaría de más traer a primer plano a Charles-Maurice de Talleyrand, la figura más sobresaliente en aquel gran encuentro diplomático. Talleyrand nació en el reinado de Luis XV y murió bajo la Monarquía de Julio habiendo ocupado los más altos cargos en la Iglesia y el Estado. Obispo en el Antiguo Régimen, fue diputado de la Asamblea Constituyente, embajador de la Francia revolucionaria, ministro del Directorio, el Consulado y el Imperio, plenipotenciario de Luis XVIII en Viena y su jefe de gabinete en la Restauración. Que sirviera, desasistiera, tumbara casi siempre, los sucesivos regímenes no es óbice para que Pabón desenmascare al gran cínico y descubra, en su lugar, al enorme estadista alumbrado por la Revolución Francesa. En esta revisión, el visionario se alza sobre el ventajista y obtiene en Viena para un país derrotado casi todas las mieles del triunfo, mientras se margina a la España vencedora de Napoleón. Talleyrand le sobrevivió a todo, sí, menos a Francia.

Emparedada entre el ascenso de los populismos mesiánicos y los reaccionarismos nacionalistas, de una parte, y la desmayada respuesta "tecnócrata", de otra, Europa languidece ayuna de liderazgo

Aunque el genio suele ser antepasado de sí mismo, el francés fue el primogénito de una linajuda familia aristocrática. "Los que no han vivido antes de 1789 no conocen la dulzura de vivir", apuntará paladeando los recuerdos infantiles. Esos  años los marca una bisabuela afectuosa, ejemplo de una nobleza provinciana cuya vida transcurre con dignidad y parsimonia. Pero los marca mucho más la niñera que descuidó al pequeño sobre una cómoda. La caída no solo deforma para siempre su pie derecho. Tuerce su destino. Privado del título y la fortuna familiares, al cojo se le niega la milicia y se le despeja la carrera eclesiástica. Pabón descubre aquí el primer y auténtico resorte de su alma: el estrago. El creyente sincero bordeará el "ser odioso" a que le empuja vestir los hábitos. Y hallará en la búsqueda del poder la ocasión del desquite y la revancha.

Pero hay una "segunda razón" en esa inteligencia portentosa, sajada de sentimiento: tener que medrar en una época que no le gusta. No es fiel a regímenes cuya ideología calladamente detesta ni a hombres que no ganaron su afecto. El cortesano educado en la "dulzura de vivir" cree en una Francia formada por la lenta y paulatina asimilación de las tierras adquiridas por el rey, auténtico obrero de la unidad nacional. El fruto de toda victoria militar resulta así tan efímero como los elogios ("el único con el que yo puedo hablar") y denuestos ("una mierda en una media de seda") que Napoleón le dispensa. El diplomático, casi distraído, esboza una desdeñosa recriminación hacia el conquistador: "Qué lástima que un hombre tan grande esté tan mal educado". Los tiempos de ambos no pueden conciliarse porque, según Pabón, Talleyrand "se había formado al compás de un andante de Mozart y le habría de ser intolerable la ejecución de la Heroica".

No es mala lección para esta Europa algo descreída, pero cuya construcción se presenta más acuciante que nunca, la del obispo de Autun. El legado del regreso a la norma ("la medida") en medio de un mundo de desmesura, de la negación del corto plazo cuando cunde el arribismo y la impaciencia ("jamás me he apresurado y he llegado siempre") y de la callada fidelidad a los principios. Aunque aleteen secretamente bajo un rostro impasible que encadena, con rigor lógico, ideas y actuaciones.

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