La "banalidad del mal"

Ciudad atacada por misiles

Juan Vives
Graduado en Periodismo por la UDIMA.

Lo+Social

La guerra que se está librando en Ucrania nos demuestra que los atroces demonios del pasado que creíamos extinguidos, nunca dejaron de estar con nosotros

La incomprensible invasión de Ucrania por parte de Rusia está poniendo ante nuestros ojos imágenes terribles que nos recuerdan las de aquellos viejos reportajes en blanco y negro que relataban los trágicos sucesos de la Segunda Guerra Mundial. Imágenes que siempre nos impactaron y creíamos que habían pasado definitivamente al trastero de la historia, no pensábamos que algún día volverían a repetirse en la civilizada Europa.

A todo color y en formato digital, hemos visto centenares de cadáveres, muchos de ellos niños. Unos, la mayoría, enterrados en fosas comunes. Otros, abandonados en las calles. Muchos de ellos asesinados, ejecutados sin compasión alguna. Hemos escuchado testimonios directos de torturas y violaciones. Hemos visto restos de viviendas, hospitales y escuelas que han sufrido la crueldad de los bombardeos; campos de minas, ocupaciones, saqueos..., y también, a multitudes de seres humanos alzando sus manos con angustia, implorando una bolsa de comida o una barra de pan para sus hijos. Miradas perdidas, ojos de tristeza, despedidas de jóvenes soldados diciendo, tal vez su último adiós, agitando sus manos desde las ventanas de un tren iniciando la marcha; hileras interminables de familias caminando cargadas de maletas y enseres, en dirección hacia cualquier parte, buscando alejarse lo más posible de sus hogares ocupados o amenazados por la guerra, con el único afán de sobrevivir. Paisajes aterradores de dolor y muerte en cada movimiento de cámara.

En las guerras, como en las manifestaciones, las cifras nunca coinciden. Forma parte de la propaganda. Pero poco nos equivocamos si hablamos de decenas de millares de muertos (quién sabe cuántos) y un número superior a los seis millones de refugiados. Todo ello sin contar a los heridos, desplazados, prisioneros y un sinnúmero de personas desaparecidas.

Estas indignantes realidades, provocadas exclusivamente por la extrema crueldad de algunos seres humanos, nos llevan a pensar en el drástico cambio que, por el mero hecho de residir en un determinado territorio, en un momento dado, han experimentado quienes hasta ayer eran ciudadanos aparentemente normales. Personas que hace pocos meses disfrutaban de una vida pacífica, con los problemas habituales y rutinarios del día a día: la familia, los hijos, el trabajo, el fin de semana, las vacaciones y, en definitiva, la búsqueda de un futuro mejor. Esta brutal transformación de unos seres humanos en sujetos irracionales, nos hace preguntarnos qué es lo que les ha podido llevar a un cambio tan radical en su forma de actuar. Pasar de llevar una vida tranquila, a convertirse en violadores, torturadores, asesinos... en una extraña suerte de Doctor Jekyll y Mister Hyde.

Esta pregunta, en medio de tanto horror, ya se la formularon hace más de medio siglo, personas como Hanna Arendt, considerada como una de las más influyentes filósofas del siglo XX. Alemana nacionalizada norteamericana, es autora de la teoría de la banalidad del mal.

Arendt era judía y huyó de Alemania a los Estados Unidos en 1941. Se sintió impresionada por la sobrecogedora frialdad de Adolf Eichmann, tras su detención en Buenos Aires en 1960. Eichmann era el teniente coronel que fue responsable, durante la Segunda Guerra Mundial, de los transportes de millones de judíos a los campos de concentración nazis de Alemania y Europa del Este. Arendt llegó a la conclusión de que para Eichmann, la solución final era tan solo una ocupación, un trabajo, un mero objetivo laboral como otro cualquiera. No se sentía ni presionado ni atormentado por su conciencia. Para Eichmann, se trataba de un simple diseño logístico de carácter puramente técnico y rutinario. Es lo que Hanna Arendt expresó, con gran acierto, como: “la banalidad del mal”.

Algo así es lo que ha podido suceder en la mente de esos altos mandos políticos y militares que, desde sus cómodos despachos, han ordenado bombardeos a objetivos civiles, sin importarles para nada las víctimas. Seguramente, como entonces, han incurrido en una inaceptable banalización del mal.

Pero también, muchos soldados amparados en la impunidad de su anonimato, cayendo en una especie de locura colectiva, han cometido las peores atrocidades, propias de la mayor bajeza moral imaginable, que estamos viendo en Ucrania. Es un fenómeno de transformación personal que ya estudió en 1961 el conocido psicólogo de la Universidad de Yale, Stanley Milgram.

Milgram demostró en un experimento con voluntarios que la mayor parte de las personas son capaces de seguir fielmente las indicaciones que reciben, a pesar de que sean conscientes de que sus acciones están produciendo un notable y evitable daño a los demás. Tras su investigación, Milgram concluyó que cuando las personas obedecen las instrucciones de una autoridad, su conciencia se inhibe y deja de actuar. La consecuencia es la abdicación de su responsabilidad. También pudo constatar que a mayor proximidad con la autoridad, mayor era la obediencia y que, en cambio, esta disminuía cuanto mejor era la formación y la cultura del sujeto analizado.

La banalización del mal y el principio de obediencia a la autoridad explican los comportamientos más deleznables en los que pueden incurrir algunas personas en determinadas situaciones. Un espanto agravado, en gran medida, por la ausencia de justicia. En las guerras se difuminan los códigos y aparece el ser humano al natural. Desgraciadamente, muchos de ellos se comportan como no lo harían ni siquiera los animales más salvajes, en un mundo sin reglas y con el único predominio de la ley del más fuerte.

En favor de los animales, hay que decir que los depredadores matan pero no torturan. Eso queda para determinados “seres humanos”. La invasión de Ucrania está siendo una buena prueba de ello. Ojalá, sus daños no resulten tan irreparables como los que la humanidad sufrió en Autschwitz o Hiroshima.