Descubriendo a Howard Carter, en el centenario del descubrimiento de la Tumba de Tutankamon

Tumba de Tutankamon

Daniel Casado Rigalt
Doctor en Historia de la Arqueología. Profesor en la UDIMA.

Sandra Cerro Jiménez
Grafóloga. Perito Calígrafo. Profesora en la UDIMA.

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En noviembre de 2022 se celebró el primer centenario de uno de los hitos arqueológicos más importantes de la Historia: el arqueólogo británico Howard Carter descubría la tumba del faraón Tutankamon e iniciaba una apasionante aventura que no ha tenido igual en la Historia de los descubrimientos arqueológicos. Pero ¿cómo era la personalidad de aquel hombre que cumplió el sueño de mirar cara a cara al Faraón niño?

Un arqueólogo y una grafóloga nos hemos unido en este viaje para conocer cómo fue aquel extraordinario hallazgo y excavar en las profundidades de la personalidad Carter a través de su escritura.

26 de noviembre de 1922. Howard Carter da luz al maravilloso tesoro escondido en una de las cámaras funerarias de Tutankamon. Acaba de hacer historia junto a su mecenas, Lord Carnarvon. Sarcófagos, carros de guerra, tronos, máscaras, camas doradas, esculturas, vasos canopos… Más de 5.000 piezas (muchas de oro) componen el menaje de ultratumba que el faraón se había llevado con él, y que Carter y su equipo se dedican a inventariar durante ocho largos años.

Anaqueles enteros se han escrito sobre el hallazgo más espectacular de la historia de la Arqueología. Carter con su dedicación y Lord Carnarvon con sus fondos acapararon portadas de medio mundo. El periódico The Times publicó hasta tres artículos semanales, dando cuenta de los trabajos, y la egiptomanía se puso de moda.

Desde Napoleón, el interés por el Egipto faraónico no había cesado. Los primeros que intentaron regular las excavaciones y la compraventa de piezas arqueológicas fueron el italiano Belzoni y los franceses Mariette y Masperó. A Mariette se le recuerda por haber instituido el “sistema de partage”, que obligaba a entregar la mitad de las reliquias descubiertas a condición de que las más destacadas no salieran del país. Lord Carnarvon quiso hacer valer también este sistema, que ya había tenido precedente con el busto de Nefertiti.

Aunque la excavación fue metódica, no pasará a la historia por su empaque científico. Hoy sería impensable, pero, en aquel tiempo, los arqueólogos tenían aún un perfil autodidacta y su vocación estaba muy por encima de su formación académica. Quizás por eso se consideró a Carter como un oportunista, premiado por un golpe de suerte. Alcanzó fama mundial, pero también vivió cómo su reconocimiento se iba diluyendo. Muestra de su ocaso es que tan solo acudieron nueve personas a su entierro, en marzo de 1939. Un triste corolario para (seguramente) el arqueólogo más mencionado en los anales de los grandes descubrimientos.

La personalidad de Carter siempre ha resultado un misterio para los historiadores. Muchos le han definido como un ser solitario, ambicioso e irascible, pero ¿cómo era en realidad? A través de su estudio grafológico podemos descubrir algunos de sus secretos.

Carter cumplía a rajatabla con el perfil del arqueólogo tenaz y paciente, meticuloso, detallista y amante de la estética. En palabras de su biógrafo, Thomas Hoving, “estaba obsesionado con el método”. Esto lo corroboran las grafías minuciosas y menudas que abundan en su diario de la excavación, y el esmero en la organización de las páginas, combinando dibujos con letras. Como buen hombre de ciencia, destacaba por la capacidad de análisis y la palmaria habilidad lógico-matemática de su mente inquieta.

Poseía una mente creativa e ingeniosa, y un notable razonamiento estratégico, con facilidad para la respuesta rápida y para la improvisación.

Los biógrafos destacaban también su “irascible timidez”. Su escritura no desnuda al tímido, sino al genio creativo e independiente con tendencia a enfrascarse en las tareas que le apasionan y que prefiere estar a su aire. Podía incluso mostrarse arisco al verse contrariado, entorpecido en el camino hacia sus metas. Necesitaba alas para cumplir con sus cometidos soñados, y por ello detestaba a las personas entrometidas que amenazaran su empeño u osaran poner piedras en su camino.

Carter comparte con otros grandes descubridores, como Schliemann o Sanz de Sautuola, los gestos gráficos que delatan la curiosidad, el afán investigador, el foco hacia el objetivo soñado que se persigue con perseverancia insaciable. Otra de sus señas de identidad es la paciencia. Era un hombre de mente activa, pero controlado y mesurado en la acción, que no daba un paso en falso hasta no haber meditado las consecuencias de sus actos.

El 26 de noviembre, el tesoro del faraón se descubrió ante sus ojos y tuvieron que pasar tres años más hasta que el arqueólogo pudiera llegar hasta la momia de Tutankamon. Fueron años de trabajos minuciosos y laboriosos. Cualquier otro, ambicioso y despreocupado, se hubiera lanzado sin escrúpulo hacia un descubrimiento de tal envergadura. Pero él, estoico y templado, supo esperar.

Tutankhamón, “la imagen viviente de Amón”, acompañó a Carter durante el resto de su vida. Y las nebulosas que cubren las vidas de ambos personajes también se harán compañía a lo largo de la Historia.