Las edades del hombre: el juguete de Cronos

Reloj de arena

Carlos Bonilla García
Graduado en Historia. Máster en Formación del Profesorado de Educación Secundaria en la Especialidad de Geografía e Historia por la UDIMA.

Lo+Social

El estudio del pasado habitualmente comienza por seccionar en periodos la existencia hu­­mana. La prehistoria sucederá a la Edad Antigua, esta dará paso a la Edad Media…, y en la actualidad, desde la perspectiva y la distancia temporal que nos permite nuestro largo recorrido, valoramos la magnitud causal y transitoria de estas dilatadas estructuras.

La prehistoria huérfana de escritura, pero gigantesca entre todas las edades del bípedo pensante, ha provisto a la arqueología de irrefutables huellas sobre nuestro origen. En ellas se narra el nacimiento y desaparición de los géneros homo que precedieron al actual Sapiens, la conquista continental, el fuego a voluntad, las primeras herramientas o el sometimiento del medio. Para la muerte y lo incierto en lo que aún les restaba de vida a aquellos nuestros ancestros, inventaron dioses y mitos. En esta antesala de la historia, prolegómeno del remanente de nuestra existencia, Cronos había previsto un perdurable itinerario. No obstante, en su idiosincrasia de Dios caprichoso y aburrido en su eternidad, marcó la diferencia entre el afilado bifaz de sílex junto con las imperecederas construcciones en grandes bloques de piedra y las ciudades Estado, administradas según rezan los textos gravados en cuña sobre hojas hechas de arcilla. Nació entonces el Mundo Antiguo y las olas del Mare Nostrum llegaban a todas sus orillas cargadas de civilización fenicia, griega y romana. La filosofía comenzó a superar el sojuzgo de los hombres al culto de los templos. La razón desordenó sus conciencias, dotándolas de libertad para cuestionarlo todo y escapar del acomode que, hasta aquel momento, les había conferido la doctrina innegable. Llegó el más grande entre todos los descubrimientos: lo divino se halla en el pensamiento. Sin embargo, las limes del imperio terrenales, lingüísticas y religiosas se tornaron porosas y absorbieron una Europa bárbara y parcelaria. Comenzaba una decena de siglos denominada por los humanistas como media tempora. La consideración de un estado intermedio entre una antigüedad culta y el renacer de sus principios.

La Edad Media ha sido a veces injustamente tratada en libros y aulas, si acaso como un transcurso oscuro e insustancial de nuestro paso por este mundo; cual chanza del poderoso hijo de Urano y Gea. En las teorías historiográficas de vanguardia se atiende con más acierto la episteme, al aprecio de la simiente de estructuras sociales, económicas y científicas, fragua todo ello de la expansión allende los océanos, revoluciones y adelantos tecnológicos. Tampoco significó renunciar a la idea del imperio y germinó una amalgama de lenguas hermanas brotadas de una misma raíz. La literatura y la música dejaron el poso para alimento del espíritu que no se abandonó jamás. Los reinos de la España de ese tiempo comenzaron a tejerse entre sí y sin descanso hasta que, en un duermevela de Cronos, este bostezó al abrir los ojos para dar otra vuelta a su reloj de arena y conducir a la humanidad a nuevos horizontes.

El cristianismo y los valores de la vieja Europa fueron devueltos a la península ibérica tras recuperar el espacio que un día perteneció a los romanizados celtas e iberos y a los conciliados visigodos con capital en Toletum. Las distancias terrenales se hicieron más cortas en una incipiente Edad Moderna. Un nuevo continente apareció de forma inesperada, accidentando la nueva ruta hacia Asia. Más tarde, la primera vuelta al mundo de Juan Sebastián Elcano vino a evidenciar los cálculos geográficos que en la antigua Grecia formuló Eratóstenes. Tuvimos la dicha de la gramática nebrijana, el Siglo de Oro, el sol sin descanso de otro nuevo imperio, esta vez el de los Austrias españoles, que se deshizo entre los intereses internacionales de potencias emergentes. La emancipación de la sociedad a tutela de la Ilustración, unas veces inclusiva, otras veces despótica; fue un intento de dignidad sin condiciones a espaldas de las diferencias marcadas por los estamentos que dividían a la ciudadanía. Y así, al calor de la mecha del mosquetón o a la sombra brillante del acero de la guillotina llegó el Mundo Contemporáneo. Las revoluciones reforzaron los Estados con la separación de poderes. Nuestro país, a pesar de su dilatado recorrido hacia el liberalismo, escribió en las Cortes de Cádiz una carta magna ejemplar para otros países.

La industrialización seguía su curso entre la tecnología, la colonización y letras de zarzuela. Los raíles acortaban el camino. Sin embargo, Cronos juega con nosotros al despiste, nos dificulta marcar con claridad dónde sugiere establecer la frontera entre lo contemporáneo y lo actual. Pasadas dos guerras mundiales, totalitarismos de esvásticas, martillos sobre hoces, posmodernismo, libertad, emancipación femenina, así como otros muchos trastos del siglo XXI, llegó la era de la globalización y la carrera del I+D+I sin freno, sin hacer uso de apeaderos.

Sin lugar a dudas, el ser consciente que camina hacia su desaparición, sabiendo que su existencia es tan excepcional como inquietante, se apresura en reaccionar ante la vida creando y cambiándolo todo y sin saberlo, escribiendo la historia.