Los Libros

Luis Enrique de la Villa
Exrector de la UDIMA.

Los libros
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La ceremonia de la primera Promoción de Graduados de la UDIMA, celebrada el pasado mes de septiembre contó con Luis Enrique de la Villa, primer rector de la Universidad,  como invitado de honor que asimismo actuó cómo padrino de dicha Promoción. Con este motivo pronunció una interesante conferencia que ahora reproducimos íntegra.


Es para mi un gran honor compartir este acto con todos vosotros, en una casa que ha sido la mía y en la que he vivido las intensas emociones nacidas de la valentía de Roque de las Heras, la voluntad de Eugenio Lanzadera, la ayuda personal de Manuel Pérez y de Mónica Redondo y la valía científica de Andrés Sánchez Pedroche y su equipo de vicerrectores, punteros en los campos del Derecho, de la Filosofía, de la Psicología y de la Ingeniería Informática. A su lado, se sitúan las emociones que se originan de comprobar en qué escaso tiempo la UDIMA ha conseguido reunir un plantel de profesores, de alumnos y de personal de administración y servicios que ocuparían, de celebrarse una competición interuniversitaria, un lugar destacadísimo entre las Universidades españolas. A todos vosotros, mi admiración, mi cariño y, desde luego, mi gratitud por regalarme este momento de felicidad.

El motivo de esta fiesta académica me obliga a centrar la atención en los primeros graduados de la UDIMA, vosotros que aprendíais a ser estudiantes universitarios cuando yo aprendía a ser Rector... vosotros que constituisteis, a la vez, mi inquietud y mi contento… vosotros que abandonáis ya las horas felices del estudio con andaderas, y entráis en las horas inciertas del estudio personal y de la vida profesional… vosotros que debéis afrontar, a partir de hoy, el llamado por García Lorcaimpúdico reto de la ciencia sin raíces… vosotros, en fin, que mezclando en azarosa alquimia el esfuerzo y la suerte, tenéis abiertos todos los caminos y todos los destinos…

Os voy a dedicar, queridos graduados de la UDIMA, ahijados míos por conmovedora decisión rectoral, una lección sobre Los Libros, no sé si magistral pero muy sentida desde luego. Y lo voy a hacer  -apartándome de mi costumbre conocida en estos trances- sacrificando la preferencia personal de hablar, al protocolo académico de leer, conforme al cual lección es lectura de un texto, primera acepción que la palabra tuvo desde el siglo XIV. Un texto que no es más que un apunte provocador que, uno a uno, transformaréis en peripecia, tomando lo que sea de vuestro agrado y cegando lo demás en el lugar… donde habite el olvido

Todo se puede olvidar, empezando por el amor y a la postre no pasa nada. Lo dice la copla:

entre azules cortinas y verdes rejas,
estaban dos amantes dándose quejas,
y se decían que solo con la muerte se olvidarían;
y eso no es cierto,
porque se han olvidado y no se han muerto

Lo que no se olvida nunca es aquello que es imprescindible para subsistir, caso del hombre -universitario o no- que busca en los libros su placer y su fortuna.

Hablar de libros es hablar del universo, de la inteligencia, de la maldad o bondad de los hombres, de sus creencias, de sus pasiones, de sus odios, de sus límites. Opinar sobre los libros conduce a situarse en los extremos, haciendo de ellos un producto insuperable o un simple residuo. Permitidme que adorne alguna afirmación con ilustraciones nominales.

Para el semiólogo Umberto Eco (1932),  …el libro es como la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras, pues una vez inventado no se puede hacer nada mejor.

Pero Xuan Bello (1965) dice en bable que:

...nos llibros
nomás queda, de la vida, la ceniza

Por eso me propongo aquí separar con sólidas paredes, a los bibliófilos, a los bibliófobos y a los bibliómanos.

Los bibliófilos son los amantes de los libros, sus adoradores, los que encuentran en ellos la amistad y vuelcan en ellos la ternura, hasta darles el trato que se da a los hijos, característica acentuada del manierismo con precedentes en Horacio (65-8 aC). Quien ansía un incunable o una biblia salida del taller del maestro herrero Gutenberg (1398-1468) por razones distintas a la emoción de sostenerlos, contemplarlos y olerlos, no es bibliófilo sino mercader. Oler, digo bien, porque…

tú sabes que hay lectores
a los cuales el olor de los libros
les aroma más que flor o fruto… [pues]
tiene ternura la tinta como toda alma libre
...

y no seré yo quien se lo discuta a Pablo Ardisana (1940).

Hablar de libros es hablar del universo, de la inteligencia, de la maldad o bondad de los hombres, de sus creencias, de sus pasiones, de sus odios, de sus límites

Ningún ejemplo mejor he encontrado de bibliófilo ejemplar que el de Nicolo Machiavelli (1469-1527), verdadera estrella del renacimiento. Se escondía en San Casciano temeroso de la venganza de los Médici, y en esa pequeña aldea, al sur de Florencia, dedicaba las noches a escribir El Príncipe (1513), el tratado político más luminoso de todos los tiempos, excediéndose no pocas veces del pragmatismo que debe adornar a los gobernantes. Gobernantes a los que, por cierto, Maquiavelo aconsejaba hacer y arrepentirse después, en lugar de arrepentirse de no haber hecho nada, algo, si vale el inciso, que no han debido escuchar algunos de los políticos que ganan las elecciones y pierden torpemente la oportunidad de demostrar el acierto de sus electores.

Pues bien, cierro el paréntesis y vuelvo a la actividad intelectual de Maquiavelo, para contar que, fechada el 10 de septiembre de 1513, escribe la carta más célebre de la literatura italiana, texto en el que compara su rutinaria vida de mañana y de tarde -la propia de un campesino del lugar, poco divertido y malamente comido- y la caída de la noche mágica, al contacto con sus libros, con los que se funde en la frase …tutto mi trasferisco in loro, una fusión integral con ellos, sin resquicios ni reservas. La literalidad del texto es tan bella, y tan propicia en esta ocasión, que no me resisto a reproducirla con sus propias palabras, personalizadoras de los libros, que abandonan su estado natural de cosas y se trocan en interlocutores:

...me despojo en los umbrales del traje de diario, lleno de lodo, y me pongo paños curiales y regios. Vestido decentemente, entro en la antigua corte de los hombres antiguos, donde, recibido amistosamente por ellos, me nutro de aquel alimento que solum es mío, y para el que yo he nacido. No me avergüenzo de hablar con ellos, ni de preguntarles por los motivos de sus acciones, y ellos me responden con su gran humanidad. Durante cuatro horas no siento tedio ni cansancio, olvido todo cuidado, no temo la pobreza, la muerte no me espanta...

Y todavía os citaré un segundo ejemplo ineludible, pues casi por los mismos años del siglo XVI tropezamos con otro egregio bibliófilo, el ensayista Michel Montaigne (1533-1592), quien gustaba encerrarse en una torre tapizada por un millar de libros variadísimos, entresacados a su capricho, para construir sobre ellos un mundo propio, del que formaba parte el comentario, aparentemente desordenado, de cuanto merecía su interés, desde el parecido de los hijos a los padres, el canibalismo o la cuestión de si convenía que el comandante de una plaza sitiada, parlamentara con los sitiadores… Si tenéis oportunidad de hacerlo, caso de no haberlo hecho ya, no os privéis de la deleitosa consulta de los Essais, iniciados en 1571 y publicados en edición definitiva en 1595, porque esta obra no solo mantiene toda la frescura que le imprimieron las inteligentes reflexiones del humanista sobre cualquier cosa en contacto con el hombre, desde las más triviales a las más excelsas, sino que se ha situado en la cúspide de la pirámide ensayística universal, pasando a ser su paradigma.

Los bibliófobos habitan en las antípodas del bibliófilo, capitaneados por los quemadores de libros, enemigos de la cultura y de la libertad en todas las épocas, desde 20 siglos antes de Cristo hasta la brutalidad de los dictadores australes y de las acciones de la guerra oscura contra Sadam Husein (1937-2006) cuando, en 2003, la biblioteca de Bagdad perdió más de un millón de libros, entre ellos manuscritos medievales irremplazables. Esa brutalidad ignara  -incapaz de situar en planos distintos el libro que arde en fuego externo y el libro que, por su propio fuego, arde en la mano del lector- no debería retener la atención de los poetas, aunque a veces se la prestan con generosidad excesiva, como demuestra José Antonio Sáez (1997) con estos versos:

ardieron los libros como vivas antorchas
en la noche y esparcidas quedaron sus cenizas
sobre la confusa memoria de los hombres
.

El bibliófobo es un fanático de sus creencias, un cobarde exaltado, un apocado frente a las ideas ajenas, aunque hay que reconocerle saber lo tantas veces dicho, por ejemplo por Lupercio, el hermano mayor de los Leonardo de Argensola (1559-1613): …los libros han ganado más batallas que las armas.

La mejor medicina contra los bibliófobos es la repulsa colectiva y hasta la chanza. Cuentan que Sigmund Freud (1856-1939) reaccionó a la noticia de la quema nazi de sus libros, en la berlinesa Bebelplatz, celebrando el notable avance de la humanidad, pues ahora se contentan con quemar el papel –dijo- pero en la edad media me hubieran quemado a mí.

Sin embargo cometemos el error de no cerrar el círculo cuando reservamos el nombre de bibliófobos para los incendiarios de todos los tiempos y absolvemos de la infamia a quienes se han dedicado a ocultar los libros para impedir su difusión, para que no fueran accesibles a los simplemente capaces de entenderlos, práctica que se inicia cuando la reproducción del original del autor se realizaba, antes del año 1460, por medio de copias manuscritas a cargo, principalmente, de monjes conventuales. Os sorprenderéis si os cuento que en aquellos tiempos era muy apreciado el fraile analfabeto, hábil para reproducir en pergaminos los textos, signos y dibujos que se le proponían, pero sin capacidad de comprender su contenido ni de reproducirlo oralmente por sí mismo. Así se explican algunas erratas en otro caso incomprensibles y el hallazgo regocijante de las expansiones gruesas de quienes no eran sino esclavos del cenobio, anclados al escritorio con las invulnerables cadenas de la fe o de la necesidad durante 10 años de su vida, el tiempo que se venía tardando en lograr una copia meritoria.

Un lugar destacado entre los bibliófobos ha de asignarse a los inventores del Index Librorum Prohibitorum, también conocido como Index Expurgatorium, o Índice de Libros Prohibidos. Se crea en 1559, por la Sagrada Congregación de la Inquisición, y se mantiene vigente, con salidas y entradas de actualización, hasta el papado de Pablo VI, en 1966. En el año 1948, por ejemplo, seguían formando parte de este abyecto catálogo unos 4.000 libros, las más de las veces bajo la imputación de herejía y muchas otras por deficiencia moral, sexo explícito y hasta desviaciones o inexactitudes políticas.

A veces el precio de no engrosar la lista maldita era la depuración previa de pasajes peligrosos y, por ejemplo, se cree que Cervantes (1547-1616) fue obligado a suprimir, del capítulo 36 de la segunda parte de El Quijote, estas dos líneas cuyo peligro es difícil de imaginar para la conciencia de cualquier súbdito normal de la época y, nada digamos, para el ciudadano de nuestros días:  …las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada

Toleradme que incluya también en el cajón de los bibliófobos, bien que con pecados menos graves, a quienes conviven con nosotros y, en la impune soledad de su miseria, arrancan o pintarrajean las hojas de los libros, sustraen los destinados al uso público, plagian, piratean o trastocan la voluntad del autor con maniobras hoy favorecidas, e incluso estimuladas, por la técnica.

Tampoco dudaría en etiquetar como bibliófobos a las gentes de posibles que se resisten a la compra de un libro bajo el argumento de que ya tienen alguno por casa y a aquellos otros que rechazan abrirlos porque su lectura les resta tiempo para juguetear con alguna de las tres pantallas que absorben su ocio. Cuando esa gente crece el saber disminuye, fenómeno que Steinbeck (1902-1968) concretó con frase lapidaria: …el grueso del polvo en los estantes de las bibliotecas, mide la cultura de un pueblo.

Los libros
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Benévolamente, concederíamos el beneficio de la duda, antes de imponerles la insignia de bibliófobos, a quienes se arriesgan a dudar de la utilidad de los libros, a quienes simplistamente consideran que lo que no se aprende en la calle, no puede aprenderse en los libros, opinión bien distinta a la muy razonable de reservar al libro una enseñanza acotada, sin hacer de él un bálsamo milagroso, capaz por sí solo de curar todas nuestras heridas y de resolver todos nuestros problemas, exageración a cuyo paso salen los versos de Juan-Noyes Kuehn (Chicago, 1952), también conocido como Ramón Chantri:

he escrutado los libros
y comprendo que no pueden librarme
de las piedras que llueven sobre el casco

Aceptemos que el libro es una ayuda, seguramente la mejor que el hombre moderno utiliza para transmitir el conocimiento, con la prevención plasmada en estos otros versos de Dionisio Ridruejo (1912-1975):

está callado el libro
sobre la mesa
y la mano acaricia
su letra muerta.
El libro está callado con su promesa

Porque es el lector quien, con su esfuerzo, tiene la responsabilidad de hacer hablar al libro, de darle vida, de exprimir el zumo de sus páginas como las licuadoras de última generación hacen correr el agua de los más sólidos alimentos.

Y los bibliómanos ¿quiénes son los bibliómanos? Estos seres son aquellos que tratan al libro como un objeto comercial, contagiados de la incurable dolencia del coleccionismo, del acaparamiento acrítico. Antes se preocupan de sumar que de degustar, y su aprecio por los libros más se queda en la belleza de la cubierta que en la riqueza del interior. Caen también en esta categoría los maniacos de las ricas encuadernaciones, no para proteger el valor de la joya literaria que envuelven, sino para adornar los despachos y los salones donde posan los libros que allí se lucen y no se explotan, condenados a la pena perpetúa del silencio, cuando no de la compraventa sin fin.

Bibliómanos son asimismo los obsesionados por la riqueza del negocio de los libros, los que ceden caprichosamente a las modas librescas, los antojadizos en conseguir este o aquel ejemplar pasando por encima de quien sea, pues la única meta está en completar la colección, como los niños sus álbumes de cromos, pero sin mirar el daño y el dolor ajenos. Entonces vale el engaño, la rapiña y hasta el delito, de lo que nos ha dado prueba el rapto enloquecido del Codex Calixtinus, un tesoro del siglo XII que a punto ha estado de perderse o, al menos, de perderse de vista definitivamente.

Cómo no recordar ahora el poema que el cura de mi colegio infantil nos proponía como modelo de aliteración poética, escrito a mitad del XIX por Serafín Estébanez Calderón (1799-1867) -tío, por cierto, de Antonio Cánovas del Castillo- para ridiculizar a Bartolo Gallardete, un personaje de ficción que, sospechosamente, le serviría al polifacético poeta  -arabista, taurófilo, historiador, novelista, flamencólogo, militar, político, abogado, profesor de griego, etc.- para retratar a algún paisano de carne y hueso nunca identificado:

caco, cuco, faquín, bibliopirata,
tenaza de los libros, chuzo, púa
de papeles, aparte lo ganzúa,
hurón, carcoma, polilleja, rata.
Uñilargo, garduño, garrapata,
para sacar los libros, cabría, grúa,
Argel de bibliotecas, gran falúa
armada en corso, haciendo cala y cata.
Empapas un archivo en la bragueta,
un Simancas te cabe en el bolsillo,
te pones por corbata una maleta.
Juegas del dos, del cinco y por tresillo;
y al fin te beberás como una sopa,
llenas de libros, África y Europa
...

Pero dejemos de lado esa tipología humana que ha quedado descrita y pasemos a los libros, recordando que Platón (c. 427-347 aC) concebía el cosmos como un animal vivo cuyas partes subsistirían gracias a un elemento de armonía, lo que nos da pie para concebir el libro como un animal vivo, cuyas partes subsisten gracias a la armonía de las bibliotecas.

A través de los libros ensancharéis la imaginación que solo acaba allí donde el hombre se rinde y se adocena

Los libros nacen como todos los hombres, sin conocer su porvenir. Sus progenitores  -autores, diseñadores, impresores, editores y libreros- quieren lo mejor para ellos, pero nunca se sabe hasta donde podrán llegar y, en verdad, muchos no alcanzan la madurez y se descatalogan rápidamente, en tanto que otros se convierten en protagonistas sociales. Son estos el jardín que, según el proverbio árabe, podemos llevar en el bolsillo, un jardín que cuidamos con esmero pero que envejece con nosotros, celebrando los mismos cumpleaños.

Hombres y libros viejos merecen un lugar confortable para desenvolverse con decoro y los libros lo encuentran en las bibliotecas que alcanzan ese título porque no son un mero almacén de volúmenes, sino el hotel de cinco estrellas que les obsequia la sociedad en pago de su excelsa misión, solo posible si se cubren los costosos servicios de catalogación, localización, préstamo, lectura, conservación, exposición y actualización permanente. Solo entonces cobran sentido los versos del brasileño Carlito Acevedo (1961), cuando valora las bibliotecas como:

esfuerzos infinitos,
flujos imparables, luminiscentes,
ojos en zig-zag,
vibración de manos detenidas en páginas antiguas,
con mandíbulas de moho
y todos los relámpagos que hay en ello

Quién no envidiaría la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos de América, un modelo para cualquier otra e incluso, más modestamente, la Biblioteca Nacional de España. En ellas los libros no mueren, pese a los siglos que se echen a su espalda, pues alcanzan vocación de eternidad. Los versos del cacereño José María Valverde (1926-1996), contemplan el hecho desde la perspectiva del autor, reconociendo que los libros se van secando poco a poco:

oliendo a fruta vieja.
Diminutas reliquias de mi vida
-una flor en un libro, un verso de alguien-
seguirán como piedras disparadas,
conservando mi fuerza en este mundo
cuando yo me haya ido

Cuando no es así, cuando la biblioteca es un lugar inhóspito, frío, mal iluminado, apenas sin más paisaje que los tomos en hilera, el lector contempla entristecido cómo el libro languidece, hasta morir abandonado, en esos asilos sin amor que son las bibliotecas en desuso o carentes de organización, por egoísmo o por desidia. Corresponden entonces a esta durísima descripción del jerezano Caballero Bonald (1926):

comparecen los libros en lugares
anómalos, se juntan
con indolente asimetría;
un tropel
de vestigios locuaces,
pendencieros, irresolutos, lerdos

Con su lucidez habitual, atisba Benítez Reyes (1960) el final de la aventura de aquellos libros que acaban sus días…

en oscuros catálogos
de libreros de viejo, sin saber en qué manos,
como antiguas amantes, hallarán su destino

Seguramente no tendré una oportunidad mejor que la de hoy para animaros a todos, a los dirigentes académicos y societarios, a los profesores, a los graduados, a los estudiantes, a los bibliotecarios y a los amigos de la UDIMA que tengan disponibilidad para comprar, donar y organizar los fondos bibliográficos, a esforzaros, a esforzarnos  -cada cual en la medida de su competencia, medios e ilusión-  para hacer de esta naciente biblioteca un lugar de referencia, un lugar de encuentro, un pequeño templo, cálido y hospitalario, que engrandezca su prestigio. Una colección, desde luego, pero también una estela, un rastro, una pista para mejor vivir.

Bien, queridos graduados,  llegado el final es hora de invitaros a ver en los libros el mejor compañero, el maestro  -dice el refrán- que no regaña y el amigo que no pide. Se atreve Antonio Gala (1936) a prometeros que  …el libro es una pértiga que permite dar saltos inimaginables en el espacio y en el tiempo.

Y, ciertamente, con la ayuda de los libros podréis imitar el constante afán de las aguas, que nunca dejan de moverse. Con ellos al lado os convertiréis en poseedores de algunos momentos felices, que es el espacio máximo en el que permanece el bienestar físico y espiritual. Y a través de los libros ensancharéis la imaginación que solo acaba allí donde el hombre se rinde y se adocena. Viajar, vivir, soñar a través de los libros está al alcance de cualquiera si sabéis elegir esos libros que amaba Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto (1904-1973), el poeta que, desde 1917, quiso llamarse Pablo Neruda

los libros
exploradores,
libros con bosque o nieve,
profundidad o cielo

A qué niño no le esculpieron el corazón Perrault (1628-1703), Jacob Grimm (1785-1863) y Wilhelm Grimm (1786-1859), Andersen (1805-1875) o Collodi (1826-1890); qué adolescente no habrá corrido aventuras maravillosas con Swift (1667-1745), Scott (1771-1832), Dumas (1802-1870), Dickens (1812-1870), Melville (1819-1891), Verne (1828-1905), Tolstoi (1828-1910), Twain (1835-1910), Stevenson (1850-1894), Doyle (1859-1930), Salgari (1862-1811), Kipling (1865-1936), Wells (1866-1946), Baroja (1872-1956), London (1876-1916), Tolkien (1892-1973), Huxley (1894-1963), Clarke (1917-2008), Bradbury (1920-2012)… y tantos otros que recordar no puedo. Yo os confieso que sin ellos no sería ahora el que soy.

En el libro queda encerrado casi todo lo que os hace falta; no se va de allí, no vuela porque sus alas no cortan el viento sino que son el viento mismo y, con vuestra aportación recreadora, llegará mucho más allá de donde lo haya dejado su propio autor, en un itinerario que corres tú cuantas veces quieras. En el libro no leerás siempre las mismas cosas, pese a ser invariables sus renglones, porque late en él la circunstancia de su autor, que debes conocer, y a la vez tu propia circunstancia. Viene a ser como la arcilla…

que espera despertar y ser estatua,

en la sugestiva afirmación de Amalia Serna (1962).

No desperdiciéis el tiempo que pueden llenar los libros y tratad de escaparos, cuantas más veces mejor, de la tiranía de las tres pantallas  -la del ordenador, la de la televisión y la del teléfono móvil- pues, si se me permite el atrevimiento de apostillar al ya citado Caballero Bonald, la vida no es tanto… el tiempo que nos queda... cuanto el tiempo que hemos sabido no perder. Os animo a que hagáis de vez en vez una pequeña inversión para comprar algunos libros destinados a vuestra biblioteca particular, tanto más valiosa cuanto más egoteca sea, a la medida de vuestros gustos y necesidades. Hasta el hogar se encuentra allí donde están los libros, decía el explorador británico Richard Francis Burton (1821-1890), un curioso personaje, descubridor del lago Tanganica, políglota y poeta.

Ha llegado el otoño ortodoxo y aquí, hoy, en esta tierra serrana sobre la que navegan las dos naos de la UDIMA, me complace recordar los versos inspiradísimos del excepcional poeta que fue Manuel Machado (1874-1947), solo culpable de tener un hermano llamado Antonio (1875-1939). En los alejandrinos tan mimados por el modernismo que practicaba, quiso y supo unir bellamente tres grandes bienes  -si preferís, tres grandes placeres- el amor, el calor y la lectura para recomendarnos:

en estas horas crepusculares,
una mujer al lado, en el hogar un leño…
y un libro que nos lleve desde la prosa al sueño

He dicho.