La mujer sigue siendo el camino de Dios hacia el hombre
Carmen Álvarez Alonso
Profesora en la UDIMA. Profesora en la Facultad de Teología San Dámaso (Madrid).
Lo+social
Nos atrae con fuerza lo exitoso y extraordinario, porque parece que en ello encontramos una cierta seguridad humana y espiritual. Cuánto nos cuesta, en cambio, aceptar todo aquello que entreteje la trama cotidiana de nuestro día a día, que, salvo contadas ocasiones, se asemeja al paisaje de una planicie sin relieve. A fuerza de no apreciar la grandeza que se esconde en la sencillez de nuestra vida diaria, se nos va encalleciendo esa rutina de lo pequeño, sin darnos cuenta de que el Señor nos espera en cada recodo de nuestro camino cotidiano. Nos acostumbramos, por ejemplo, a la sencillez con que una nueva criatura humana crece lentamente en el seno de su madre, a la simplicidad de ese poco de pan y de vino, en los que se nos entrega el eterno misterio de las Tres personas divinas, o nos habituamos a la sutil llaneza con que la Providencia divina nos cuida y nos invita a hacer el bien en las múltiples ocasiones rutinarias, y a veces inesperadas, de nuestra vida.
En épocas de decadencia espiritual y de mundanización de la fe cristiana buscamos la alternativa de lo prodigioso y extraordinario, para cubrir, bajo ese aparente ropaje de lo grandioso, lo que, en realidad, no es más que una honda crisis de fe y de esperanza en Dios. Buscamos, entonces, formas portentosas de santidad, frutos espectaculares de apostolado, gracias extraordinarias de oración, encuentros sorprendentes y casi mágicos con Dios, que nos alivien un poco la monotonía de una fe que, a duras penas, logramos reconciliar con la simplicidad de nuestra vida diaria. En momentos así, cuando flaquea nuestra fe en Dios, también se oscurece el significado del hombre y de todo lo humano. De hecho, parece que nos encaminamos con velocidad de crucero hacia una cultura en la que lo humano y lo personal está dejando de ser evidente. Quizá por eso, porque vivimos una gran crisis de fe, vivimos también una gran crisis de humanidad.
En los momentos de ocaso espiritual también se desdibuja para la mujer el significado de su ser personal. Como si la feminidad se convirtiera para ella en un mar oscuro e inescrutable, en el que la barca de la maternidad ha perdido el norte de su plenitud, y parece estar abocada a naufragar. Pero, la humanidad se empobrece cuando la mujer no se encuentra a sí misma y pierde el rumbo de esa vocación propia, que encierra el misterio y el don divino de su feminidad. La mujer vive hoy una profunda «crisis», en la que se hiperboliza la feminidad y, en consecuencia, se deforma también el significado de la masculinidad. No por casualidad san Pablo unió la plenitud de los tiempos a la maternidad de la mujer, que resultó convertirse así en el camino de Dios hacia el hombre y hacia todo lo humano.
Creo que también hoy la mujer sigue siendo el camino de Dios hacia los hombres. Por su maternidad, a ella le ha confiado Dios, de una manera especial, el hombre y todo lo humano. La feminidad es la expresión de la imagen de Dios en la mujer. Su vocación específica está en relación con la instauración del orden del amor, que es también el orden propio del Espíritu Santo. Quizá, por eso, la mujer es más receptiva a las mociones del Espíritu, más predispuesta al don gratuito, y dotada con una gran capacidad para hacer generar la vida sobrenatural. La mujer sabe permanecer, mucho y con fatiga, porque está acostumbrada a esperar y a acompañar el crecimiento de la vida en el hombre. En la escuela de su feminidad, la mujer aprende la sabiduría de la maternidad, cultiva la capacidad para acoger la vida y llevarla a su plenitud, no solo en el orden de lo biológico sino también en el orden de lo humano y personal. La maternidad acostumbra a la mujer a la intimidad, a posar esa mirada interior e integradora sobre las cosas y las personas, que tanto ayuda a humanizar lo humano. La mujer conoce al hombre desde su adentro, pues, como decía Juan Pablo II, sabe de engendrar inmensamente más que el varón. Nadie como ella conoce la experiencia del dolor que acompaña siempre el surgir de una nueva vida, también en el orden del espíritu. La mujer capta la realidad humana y personal de manera cromática, apreciando sus matices, pasando por el tamiz del corazón el sinfín de sufrimientos que anidan en la vida de cada hombre. Por eso, a la mujer le ha confiado Dios esa especial misión de humanizar lo humano, de acompañar toda la realidad del hombre para conducirla hacia la plenitud de la vida sobrenatural a la que está destinada. La mujer está llamada a ser maestra y educadora del corazón humano, porque es ahí donde se decide el gran combate del hombre con Dios. La historia de la salvación muestra con claridad cuál es el lugar de la mujer: en la primera línea de batalla, luchando al lado de Cristo, con la fuerza de su maternidad, para ganar el sí del hombre, de todo hombre, a Dios. Quizá por ello, la santidad de la mujer pasa por la realización plena de su feminidad y está unida naturalmente al camino de su maternidad.
En momentos de decaimiento espiritual, vuelve siempre la tentación de alcanzar el sueño de una santidad fácil y extraordinaria, cuajada de milagros, de éxitos y de bonanza; es también el sueño que promete la falacia de las ideologías: realizar en plenitud la propia feminidad, sin tener que pasar por la fatiga de la carne y del cuerpo materno, o renunciando al esfuerzo y al trabajo cotidiano de construir la comunión con el varón. Gran tesoro y gran tarea es para la mujer redescubrir el potencial de santidad que se esconde en el camino ordinario y cotidiano de su maternidad. El camino de santidad de la mujer tiene esa forma materna, que sabe descubrir en el hondón de la vida ordinaria, el valor redentor que el hombre y todo lo humano alcanzaron con la entrega de Cristo en la Cruz. La tarea de la maternidad es camino de santidad para la mujer, pero lo es también para el varón, llamado también a redescubrir en ella el precioso tesoro que Dios ha encomendado a su fiel custodia.