El movimiento woke y la tiranía de la mediocridad
Javier Cabo Salvador
Doctor en Medicina y Cirugía Cardiovascular. Director de la Cátedra de Gestión Sanitaria y Ciencias de la Salud de la UDIMA. Catedrático en Investigación Biomédica de la UCNE. Catedrático de Ingeniería Biomédica de la UCAM. Miembro de la Academia de Ciencias de New York.
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“Desde siempre existe un culto a la ignorancia: la presión del anti-intelectualismo ha ido de manera constante abriéndose paso a través de nuestra vida política y cultural, alimentado por la falsa noción de que la democracia significa que mi ignorancia es igual de válida que tu conocimiento”
Fruto de la Ilustración, movimiento con gran influencia en la política, economía, ciencias y religión, que inspiró profundos cambios tanto culturales como sociales -algunos totalmente drásticos como la Revolución francesa o el racismo científico-, surgió el “principio republicano”, defensor de la virtud del esfuerzo y del mérito, frente a los privilegios obtenidos del nacimiento. Principio y defensa de los valores del mérito que son atacados y censurados desde diferentes frentes, tanto políticos como sociales y culturales, en esta nueva “sociedad líquida” descrita por el sociólogo Zygmunt Bauman, en la que estamos inmersos, donde domina lo “políticamente correcto”, por el movimiento denominado woke (despierto). Movimiento que, de ser puramente ideológico social, ha pasado a convertirse en una “religión fanática”, integrada por unas ideas feministas exacerbadas y la llamada “corrección política”, con un desarrollo inquietante de potenciación del culto al mínimo esfuerzo y al fomento del desarrollo de una pobreza cultural, favorecida por las ideologías socialistas y populistas, bajo excusas de racismo o misoginia.
Movimiento woke (wokismo) que la socióloga Nathalie Heinich lo define como una forma de totalitarismo colindante con el viejo comunismo, que censura de forma dogmática cualquier desviación de su perspectiva ideológica. Movimiento woke que nació en los Estados Unidos en los años 30 como un movimiento sectario, que se enfrentaba al racismo, y que, posteriormente, amplió su campo a cuestiones de desigualdad social, ligadas al género, el feminismo y la orientación sexual, acabando siendo utilizado por los movimientos políticos, llamados por algunos “progresistas”, que alegan una “política identitaria” basada en los intereses y perspectivas de grupos sociales con los cuales se identifican, como los grupos de personas con orientaciones sexuales o identidades de género no mayoritarias, personas de las comunidades LGTB+, luego ampliadas a los grupos QIAPNK (queer, intersexuales, asexuales, pansexuales, Kink y no binarias). Movimiento woke que practica la llamada “cultura de la cancelación”, neologismo que designa al fenómeno de retirar el apoyo, moral, financiero, digital, e incluso social, a aquellas personas u organizaciones que vayan en contra de sus ideas políticas.
Movimiento woke, que bajo el lema stay woke (estate despierto), extraído de la canción protesta “Scottsboro Boys”, del cantante de blues Lead Belly (Huddie William Ledbetter), término woke acuñado posteriormente en los años 60 por William Melvin Kelley, en su novela A Different Drummer, resurgió en la última década con el movimiento Black Lives Matter, como rechazo a la brutalidad policial hacia personas afroamericanas. Movimiento que se ha ido introduciendo en nuestro entorno europeo, estando ya arraigado en países como Francia, Reino Unido y España, donde está creando un clima de “neopuritanismo” y adoctrinamiento político, con el intento de lograr el mito de la igualdad, lo que Alain Finkielkraut (filósofo de la academia francesa) llama “modernidad desequilibrada”, desarrollando un tratamiento inquisitorial basado en una premisa y un silogismo falso: “Vencer la exclusión, celebrar la mediocridad y desechar, en definitiva, lo que suponga méritos”.
Esto, a nivel de políticas educativas, ha originado en muchos países, como España, la eliminación de los suspensos (ya que pone en evidencia a los peores); eliminando también las altas notas de los mejores, para que de este modo nadie se sienta fracasado, y los más incapaces puedan integrarse en la sociedad y ser felices, creando una improductiva igualdad, con base en la mediocridad. Una verdadera “tiranía de la mediocridad”.
En nuestro país (España), las últimas reformas de la educación secundaria obligatoria (ESO), redactadas bajo el principio de ideologías populistas y socialistas, contando con el apoyo de partidos minoritarios independentistas y nacionalistas, y bajo un erróneo planteamiento de la idea del “derecho a la igualdad”, se promulgaron la Ley orgánica 3/2020, de 2006, por la que se modificó la LOE de 2006 (LOMLOE); el Real Decreto 157/2022, que establece la “ordenación y las enseñanzas mínimas de la educación primaria”; y el Real Decreto 243/2022, que enumera y describe las “enseñanzas mínimas de la etapa educativa de bachillerato”. Leyes que marginan las humanidades e introducen nuevas asignaturas que potencian conceptos con gran carga ideológica, como la incorporación de la “perspectiva de género” en todas las materias, el “lenguaje inclusivo” y la “memoria democrática”, ley con gran carga simbólica, elaborada sin consenso y con interpretaciones partidistas de la historia; además de eliminar las notas numéricas del “pénsum académico” y eliminar el peso del esfuerzo y de las capacidades, logrando la realización descrita en La rebelión de las masas de Ortega y Gasset en la educación, con el desarrollo de su idea del “hombre-masa”, (las masas populares). La ideología que subyace detrás de todo esto es lograr que los más incapaces y vagos puedan integrarse y ser felices en la sociedad, con el resultado de una enseñanza mediocre, devaluando los títulos escolares, y anulando la cultura del esfuerzo, al poder obtenerse de manera irresponsable el título de bachillerato, sin completar los créditos curriculares con asignaturas suspensas. La sensación percibida con esta decisión política es un intento de lograr esconder las ineficiencias del sistema educativo, buscando maquillar, camuflar y enmascarar los malos resultados obtenidos en los índices escolares, rebajando de manera ficticia la tasa de alumnos repetidores. Tasa que actualmente sitúa a España como el país de la OCDE con la tasa más alta de estudiantes que repiten en la secundaria, y país con los porcentajes más altos de abandono escolar temprano y de repetición, situados en torno al 9 %, frente a la media de la OCDE que es de tan solo el 1,9 %.
Enseñanza y resultados mediocres, recientemente publicados en el “informe PISA 2024” de la OCDE; informe que evalúa de forma sistemática lo que los jóvenes saben y son capaces de hacer al finalizar su ESO, para resolver problemas complejos, tener pensamiento crítico y comunicarse de forma efectiva. Informe en el que España obtiene su peor resultado, desde 2015, y donde la proporción de estudiantes mediocres se ha disparado en las tres asignaturas evaluadas, con una caída de 15 puntos en Matemáticas, 22 puntos en Lectura y 8 puntos en Ciencias (donde 20 puntos equivale al valor de un curso académico). Resultados mediocres atribuidos sobre todo a factores como la pérdida de la excelencia y a una relajación de la exigencia en el sistema educativo. Según datos reportados por el filósofo y pedagogo Gregorio Luri, los resultados en España describen un superávit (28 %) de alumnos mediocres y solo un 5 % de alumnos sobresalientes, lo que da un déficit de -23 a favor de los que suspenden: la excelencia ha caído y ha subido la deficiencia. Tesis que también sostiene Montserrat Gomendio, ex secretaria de Estado de Educación y Universidades y ex directora general adjunta de Educación de la OCDE, quien afirma que “los sistemas educativos que han mejorado son los que ponen un nivel de exigencia muy alto sobre los alumnos, que deben responsabilizarse de sus resultados y también exigen a los profesores”, cosa que ha sucedido al revés en España.
Como dijo Eugenio D'Ors: “No hay educación ni humanismo sin la exaltación del esfuerzo”. Necesitamos volver a la cultura del esfuerzo plasmada en el adagio latino: Ad astra per aspera (a las estrellas por el camino difícil). Lo demás es pura agnotología: engaño inducido y propaganda populista barata.
Ideas populistas, no obstante, recientemente aplaudidas de manera desconcertante por personas como Michael Sandel, profesor de Harvard, quien en su libro Tyranny of Merit: what's become of the common good? da una idea del triunfo social de esa teoría de la igualdad. Sandel afirma que la meritocracia es mala; que la pretensión de igualdad de oportunidades de las sociedades democráticas es perversa, porque crea frustración entre los perdedores y soberbia entre los ganadores. Personalmente pienso como Aristóteles, quien en su Moral a Nicómaco, promulgaba que “tan injusto es tratar desigualmente a los iguales, como tratar igualmente a los desiguales”. El garantizar la igualdad de oportunidades para acceder a una formación exigente y la promoción de unas élites virtuosas no es para nada incompatible con la equidad y la justicia social.
No obstante, el intento de desacreditar el mérito es una postura bastante extendida a nivel universal, como se vio reflejado durante las “primarias” estadounidenses de 2016, cuando Donald Trump, en Nevada, en clara ruptura con los mensajes enviados por sus presidentes americanos predecesores, de Reagan a Obama -quienes exaltaban el mérito como valor fundador del sueño americano-, manifestó públicamente: “Me gustan los que no tienen títulos”. Afortunadamente, cada vez hay más voces que se alzan contra la insaciable tiranía de la corrección política y el adoctrinamiento woke que nos empobrece intelectualmente. Así, el Premio Pulitzer David Mamet, novelista y director de cine, en su reciente libro de ensayos: Recessional: The Death of Free Speech and the Cost of the Free Lunch, critica la ideología de género y la llamada “Racial Theory”, manifestándose en contra de la presente “cultura de la cancelación”. Mamet describe como en la sociedad norteamericana hay instaurada una censura de la libertad de expresión con la finalidad de evitar ofender a los colectivos minoritarios, afirmando que la cultura woke amenaza la democracia. Mamet advierte que el wokismo está creando una mentalidad dogmática imponiendo “códigos de tribu” en el lenguaje, el comportamiento social y los estereotipos, consagrando la idea de que la moralidad de las personas está solo determinada por su condición étnica, sexual o socioeconómica, en lugar de por sus elecciones éticas. Hay también otros autores, como Coignard, Neiman, y Jules Romains, que critican el movimiento woke y ensalzan la virtud del mérito. Para la ensayista Sophie Coignard, los sucesivos gobiernos han degradado las becas y ayudas concedidas en función del mérito a los estudiantes con menos recursos, marginado los internados de élite e instaurando un proceso pernicioso de nivelación a la baja. La filosofa Susan Neiman, por su parte, menciona que el movimiento woke no solo es incorrecto sino peligroso, catalogándolo también de “tribalismo”, al reducir la identidad a la raza y el género, afirmando que sus ideas están basadas en falsas asunciones sobre pensadores como Foucault o Schmitt, entrando en conflicto con los compromisos con el universalismo, la firme distinción entre justicia y poder y la confianza en el progreso. Jules Romains (Louis Henri Jean Farigoule), creador del movimiento y filosofía “unanimista”, en su obra Les Hommes de bonne volunté también concluye afirmando que “si nuestra época, nuestra civilización corre hacia una catástrofe, no es tanto por ceguera, como por pereza y por falta de méritos”.
Meritocracia (neologismo descrito por el sociólogo Michael Young en los años 50), que fue uno de los valores más importantes desarrollados a lo largo de la República Francesa procedente de la Ilustración, por Voltaire, Beaumarchais y Montesquieu. Meritocracia, que tuvo sus orígenes con Platón, quien consideraba evidente que “la justicia política debía atribuir más a la persona de mayor mérito y menos a la de menor mérito”; y con Aristóteles, quien, aunque suavizaba esta supremacía, no dejaba de proclamar el derecho de los mejores. Meritocracia combatida por los aristócratas y monárquicos que no concebían otra excelencia y otro reconocimiento social que el transmitido por la herencia. Mérito que fue uno de los valores fundamentales desde la Revolución francesa, defensora de la “virtud del esfuerzo”, en oposición a los “privilegios del nacimiento”. Mérito, que Max Weber, en su obra
La ética protestante y el espíritu del catolicismo, lo resumía diciendo: “El mérito existe, y es razonable valorarlo, pero en ningún caso puede dar acceso a la trascendencia”. Meritocracia, (valoración del talento y del esfuerzo) que se impuso sobre el nacimiento y la nobleza heredada, a lo largo del siglo XVIII, y que ocupó un lugar preponderante positivo en los discursos políticos, sobre todo en Estados Unidos (Kennedy, Reagan, Obama), y en el Reino Unido (Tony Blair), aunque también tuvo detractores entre los dirigentes políticos, como Françoise Hollande y Donald Trump.
Mérito, que como menciona Daniel Markovits, profesor de Derecho en Yale, ya en el siglo XIX, los “sansimonianos”, seguidores del socialista utópico Henri de Saint-Simon, vincularon juntamente con el derecho a la igualdad de oportunidades. Mérito, que como recalca la ensayista Sophie Cougnat, en su reciente libro La tyrannie de la médiocrité: Pourquoi il faut sauver le mérite, no es para nada incompatible con la equidad y la justicia social, siempre y cuando se garantice la igualdad de oportunidades para acceder a dichas élites. Debemos repensar el sistema de valores actual de la sociedad, que contaminada por la ideología woke, considera que debe castigarse la excelencia, a favor de la igualdad de la mediocridad y la discriminación positiva de las minorías. En palabras de la socióloga Nathalie Heinich, el wokismo, en vez de elevar la investigación al rango de ciencia, la embrutece y degrada, rebajándola al grado de ideología. Wokismo, que expresa odio al universalismo y a la filosofía de la Ilustración, protegiendo las minorías y favoreciendo el fundamentalismo de la llamada “interseccionalidad”. En esta sociedad wokista, creciente ya fuera de Estados Unidos, el movimiento de la affirmative action, política que concede a las minorías accesos prioritarios a las universidades y a los empleos públicos, el mérito se encuentra desacreditado; incluso a veces instrumentalizado y satanizado.
Hay que repensar el sistema de valores de las sociedades que, contaminadas por la ideología woke, consideran que debe castigarse la excelencia en nombre de la igualdad y la discriminación positiva de las minorías. Dejémonos de utopías y demagogias. Potenciemos y fomentemos el talento en todas las actividades de aprendizaje. Talento vinculado a la inteligencia (capacidad de entendimiento) y a la aptitud (capacidad para el desempeño o ejercicio de una ocupación) de todo ser humano. Aprendamos a diferenciar el significado de los términos de equidad (cualidad que consiste en dar a cada uno lo que se merece en función de sus méritos o condiciones) e igualdad (tener todos lo mismo). Potenciemos la igualdad, sí, pero como señaló Stuart Mill, la igualdad ex ante, la igualdad de oportunidades, asignando los recursos necesarios (becas) para igualar la posibilidad de acceso a los estudios formativos de los alumnos destacados. No fomentemos la igualdad ex post, la igualdad de resultados. Potenciemos la equidad, en el sentido de que todas las personas pueden tener acceso a lo que necesitan. Pero auténtica equidad, no favoreciendo en el trato a unas personas, perjudicando a otras. No potenciemos la falsa igualdad comunista, en el significado de tener todos lo mismo. Potenciemos la equidad, en el significado de disponer todos de las mismas oportunidades. Rechacemos la equidad ex post, una igualdad enfocada a la obtención de mediocres resultados. Para que una sociedad avance y progrese, necesita desarrollar el talento y promover la excelencia de sus integrantes. Talento en el que interviene, como mencionaba Francis Galton ya en 1869 en su estudio Heredity Genius, tanto la carga genética como la epigenética y el esfuerzo aplicado.
Debemos potenciar las cualidades y aptitudes (capacidades) innatas en todas las áreas : intelectual, creativa, artística y deportiva. Hay que potenciar las competencias y habilidades de los más aptos, para lo que se necesita de centros de excelencia para reforzar esas potencialidades. Hay que transformar las potencialidades en competencias e identificar, cultivar, desarrollar y mimar el talento. Gestión del talento que hay que realizar desde las edades más precoces, a las más avanzadas posuniversitarias y posdoctorales. Hay que alejarse de los tribalismos y populismos. Tenemos que redefinir el sistema educativo premiando la excelencia y no la mediocridad. Hay que potenciar una enseñanza personalizada en función de las competencias y no de la edad cronológica del alumnado. Hay que redefinir el aprendizaje. Un aprendizaje centrado no solo en la información, donde el alumno es un actor pasivo, espectador, sino un aprendizaje basado en el conocimiento (lo que se aprende), pasando el alumno a un estado de actor activo, protagonista del aprendizaje. Una enseñanza más formativa que informativa, pero exigiendo y premiando tanto el esfuerzo como los resultados.