Del Tajo al Colorado

Colonos españoles en el cañón del colorado

Joaquín Álvarez Serrano
Director de RR.HH.

Lo+Social

En 2016, el gran Augusto Ferrer-Dalmau termina y expone su épico lienzo: “Españoles en el Colorado”. La escena plasma cómo debió ser el momento en el que el Capitán López de Cárdenas y otro de sus hombres se asoman al enorme tajo (“entonces vimos una gran barranca”), con la intención de bajar e intenta llegar al río a por agua. Era el verano de 1540.

Pero, retrocedamos mucho más atrás en el tiempo para, permitidme, identificar el dies a quo de este acontecimiento. Y para eso, nos vamos hasta Toledo. Desde el Puente de San Martín, centro de una de esas fantásticas leyendas que mecen la ciudad, se atisba el Baño de la Cava, torreón de un puente anterior y lugar en la que otra leyenda cuenta que Don Rodrigo (ya sabéis, el último rey visigodo, principios del siglo VIII) vio por primera vez a Doña Florinda (apodada, despectivamente, la Cava), hija de Don Julián, gobernador de Ceuta, convirtiéndose desde ese momento en su obsesión. Y en ese estado, todo se fue enturbiando y no terminó nada bien, así nos ha dejado el Romancero General lo tristemente acontecido:

[...]

Florinda perdió su flor,
el rey quedó arrepentido
y obligada toda España
por el gusto de Rodrigo.
Si dicen quién de los dos
la mayor culpa ha tenido
digan los hombres: la Cava,
y las mujeres: Rodrigo.

[...]

Fuera como fuera, Don Julián, ya por venganza, ya por pertenecer a la facción de los Witizas, que necesitaba apoyos para derrocar a Rodrigo, y continuar con el juego de sacarse los ojos los unos a los otros -literal-, se entrevistó con el gobernador de la provincia de Ifiquiya (por la actual Túnez), Musa ben Nuzayr, acordando facilitar el paso del Estrecho en sus barcos a las tropas del general Tariq.

Y me he remontado hasta entonces, porque otra leyenda medieval, esta vez  de origen portugués, cuenta que tras la invasión musulmana de la península, siete obispos, junto con sus fieles huyeron de los invasores con todas las reliquias y riquezas que pudieron llevar; embarcando en Oporto y llegando a una isla desconocida para los europeos llamada Antilia, en la que cada obispo fundó una ciudad.

Hernando Colón, en su Historia del Almirante Don Cristóbal Colón (1537-39), escribe:

“[...] Dicen que entonces se embarcaron siete obispos y con su gente y naos fueron a esta isla, donde cada uno de ellos fundó una ciudad, y a fin de que los suyos no pensaran más en la vuelta a España, quemaron las naves, las jarcias y todas las otras cosas necesarias para navegar. [...]”

Y continúa refiriéndose a un barco que, en tiempos de Enrique el Navegante, tuvo que arribar en la isla debido a una tormenta:

“[...] Dícese que mientras en dicha isla estaban los marineros en la iglesia, los grumetes de la nave cogieron arena para el fogón, y hallaron que la tercera parte era oro fino [...]”

¡¡ Vamos, una locura de destino ... !!

Pero no solo los españoles y portugueses tenían la famosa y deseada isla en la mente y el deseo, así Miguel Betti, doctorando en la Universidad de Ginebra, recupera una carta del embajador español en Londres, Pedro de Ayala, enviada a los Reyes Católicos el 25 de julio de 1498, quien les refería cómo los habitantes de Bristol equipaban cada año entre dos y cuatro carabelas para ir en busca de la isla de Brasil y las Siete Ciudades.

Situémonos ahora en América, año 1536 y hagamos la historia sencilla. El Virrey y Capitán General de Nueva España era Antonio de Mendoza, inteligente y preparado donde los hubiera, para eso era bisnieto del Marqués de Santillana (no os perdáis el Castillo de Manzanares El Real), y bajo cuyo virreinato empezó a funcionar la primera imprenta del continente americano y se empezaron las gestiones para la creación de la Universidad de ciudad de México. Y concretamente a ciudad de México llegan ese año, tras ocho de odisea por el sur de los actuales EE. UU., los únicos cuatro sobrevivientes conocidos de la fracasada expedición de Pánfilo Narváez a la Florida: el jerezano Cabeza de Vaca (grandísimo descubridor y de vida apasionante, reconocido en EE. UU. como la primera persona en realizar una operación a corazón abierto), Alonso del Castillo Maldonado, Andrés Dorante y Estebanico el Negro; siendo recibidos con grandísimo alborozo.

El virrey quedó impresionado por el relato de Cabeza de Vaca y por las leyendas que este había escuchado a los indios; así como lo narrado por los otros, en especial por el vamos a llamar fabulista, Estebanico.

Una de las narraciones de Cabeza de Vaca hacía referencia a las informaciones de varias tribus de indios sobre la existencia de siete ciudades del reino de Cíbola, llenas de oro y enormes riquezas. El “matcheo” y conexión mental con las Siete Ciudades de nuestros Obispos en Antilia se había producido, el subidón hecho su aparición y no había marcha atrás.

Así, el virrey encomienda al joven hidalgo salmantino de 28 años, Francisco Vázquez Coronado, Gobernador de Nueva Galicia (hoy Jalisco, Zacatecas y Aguascalientes en México), la expedición para explorar las ciudades del reino de Cíbola. Como nos dice la profesora Carmen de Mora sobre la base de la Relación de la jornada de Cíbola del cronista y conquistador Pedro Castañeda de Nájera, la expedición parte en febrero de 1540 y, en paralelo, poco después, otra por mar, al mando de Hernando de Alarcón, con tres navíos, a fin de apoyar a la expedición terrestre de Coronado y llevar a cabo descubrimientos por la costa.

¡Todos para allá, que esta vez lo conseguimos!. Pero ¡ayyyy!, lo que fueron consiguiendo eran penurias y calamidades, nada se ajustaba a lo que esperaban, a pesar de lo cual y con los falsos informes que remitía Estebanico y otro mentiroso e interesado personaje, Fray Marcos de Niza, la expedición siguió adelante.

¡Una terrible decepción! La primera ciudad a la que llegaron fue Cíbola; en pluma del cronista Castañeda:

“[...]  Cíbola ... es un pueblo pequeño, ariscado y apeñuscado que, de lejos, ay estancias en la Nueva España que tienen mejor aperiençia [...]

[...] ni se hallaron los reinos que deçía, ni ciudades populosas, ni riquesas de oro, ni pedrería rica que se publicó, ni brocados, ni cosas que se dixeron [...]”

Allí estuvo a punto de morir Alvarado de una pedrada de los indios, si no llega a ser por el Capitán Garci López de Cárdenas, quien aparece en el cuadro de Dalmau.

Poco después, Alvarado despachó a Cárdenas con doce hombres para corroborar la existencia de un gran río del que hablaban los indios. Tras andar veinte jornadas, llegaron a las barrancas del río y, por primera vez, personas no autóctonas descubren el ahora conocido como Grand Canyon o Gran Cañón del Colorado.

Qué os voy a contar a los que habéis tenido la suerte de estar allí (yo aún no): el río fue el que originariamente se bautizó como Tisón/Tizón por su color y posteriormente como río Colorado, y las barrancas, el Gran Cañón, esculpido por el cauce del río durante más de 2.000 millones de años, desgastando la roca poco a poco. 446 kilómetros de longitud, una distancia entre riberas que llega a los 29 kilómetros en el punto más ancho y  una altura máxima de la garganta de 1.500 metros (Patrimonio de la Humanidad desde 1979).  (https://viajes.nationalgeographic.com.es/a/gran-canon-colorado_8546).

Castañeda escribió en su Crónica que en esta gran barranca estuvieron tres días buscando la bajada al río, que desde lo alto parecía que solo tenía media brazada y que los indios decían que era una media legua. Una avanzadilla intentó descender, pero finalmente tuvieron que desistir y la expedición volver al campamento de origen.

El río Tizón, vamos, el Colorado, había sido descubierto en la zona de su desembocadura por Francisco de Ulloa, parece que pocos días antes de que López de Cárdenas y su grupo lo vieran, pero quien lo navegó fue el ya mencionado Hernando (o Fernando) de Alarcón.

Desde ese día, en el que los españoles descubrieron el Gran Cañón del río Colorado y hasta trescientos años después, 1869, cuando el geólogo John Wesley Powell dirigió un grupo de diez hombres en el primer viaje por los rápidos del río Colorado,  “el hombre blanco” no volvió a contemplar esta pasada de la nateuraleza.

No quiero terminar sin recoger lo que nos recuerda o mejor enseña, Jesús A. Rojo Pinilla en su libro (también audios en IVox), Los invencibles de América:

“[...] Coronado y sus hombres descubrieron las grandes praderas, el Gran Cañón, el río Colorado, el golfo de California, las Montañas Rocosas y los inmensos espacios territoriales que posteriormente se llamarían Arizona, Nuevo México y Kansas [...]”

¡Olé !