Yo, José

José María Sacristán Turiégano

Javier de la Nava
Profesor de Macroeconomía y Gestión de Riesgos del Grupo Educativo CEF.- UDIMA.

Lo+social

Me llamo José María Sacristán Turiégano, nací en Chinchón (Madrid) el 27 de septiembre de 1937. Mi pueblo era pura Edad Media entonces, aunque siempre había una patata que llevarte a la boca. Con más de ocho decenios a mis espaldas, me esfuerzo por mantener al crío que hasta los seis años no conoció a su padre cuando fui a visitarle con “la Nati”, mi madre, a un campo de concentración en Toledo. Aquel señor con barba no dejaba de besarme. Más que emoción sentí extrañeza. “El Venancio” era un campesino idealista y luchador, vencido y humillado en la guerra recién terminada, pero nunca en lo moral, siempre estuvo en su sitio. Desterrado de su pueblo, al salir de la cárcel nos trasladamos a Madrid mis padres, mi hermana y yo. En el piso de Diego de León convivíamos tres familias. En nuestra habitación dormíamos cinco personas, pues mi abuela estaba con nosotros. Mi padre siempre fue mi referencia moral. No he dejado de admirarle, quería que aprendiera un oficio y me matriculó en la Institución Sindical de Formación Profesional Virgen de la Paloma. Cultura general y forja, pero yo soñaba con ser “Tirone pover y salir en alguna colección de cromos sobre artistas. Hasta los años setenta no lo conseguí. Qué inmensa alegría me dio “ser un cromo”.

Empecé a trabajar como fresador en un taller de la calle Ponciano, en Plaza España. Al volver a casa, andando para ahorrarme el dinero del Metro, me detenía absorto ante los enormes carteles cinematográficos de la Gran Vía. Me alimentaban por igual los pucheros de “la Nati” y las películas que siempre veía en la “delantera de gallinero”. Así se tituló un documental biográfico que hicieron sobre mí. Como decía en el mismo, yo no sabía que el indio no era indio, ni que el que moría no se moría realmente.

Me integré en grupos de teatro aficionados de Educación y Descanso. Al volver a Madrid, tras terminar los 18 meses de servicio militar en Melilla, fui a casa de José Luis Alonso, director del teatro Infanta Isabel, que se había interesado por mí. Ensayaba entonces El cenador de Alec Copel y necesitaban un meritorio. Así empezó todo. Me pagaban diez duros. Dedicarme a la interpretación fue un gran disgusto para mi padre, “¿qué hago, lo mato?”. Años más tarde, cuando le contaba lo que había cobrado en un rodaje me decía “Eso está muy bien, pero a cómo pagan los ajos este año”. Entre segar y rodar no hay diferencias. Mi abuela me prevenía “Eres de miel y te van a comer las moscas”. En 1960 debuté en el teatro Infanta Isabel con la obra Los ojos que vieron la muerte. En mi primera gira, el hijo de la Nati y del Venancio, 100 pesetas de sueldo al día. Con la compañía Teatro Popular Español viajé a América en 1962. Había formado una familia y vivíamos precariamente. Me alivió el Círculo de Lectores. Un día de trabajo suponía madrugar para rodar La Revoltosa con Juan de Orduña, representar dos funciones diarias de Flor de Cactus y al terminar viajar y rodar Operación Mata-Hari con Gracita Morales y José Luis López Vázquez. Me dormía en las representaciones.

Desde 1965 compaginé los escenarios con la televisión y el cine, allí debuté con La familia y uno más. No reniego de las películas que hice con directores cercanos al Régimen. Aprendí mi oficio y por mi cuenta leía a Stanislavski y a Brecht. Al iniciarse los setenta en el país pasaron cosas esperadas y otras no esperadas. Me ofrecieron películas que son historias sobre lo que pasaba: Flor de Otoño, Asignatura pendiente, Epílogo, Parranda, La reina zanahoria o La colmena. José Luis Garci me convirtió en prototipo del español normal: ni alto, ni bajo; ni guapo, ni feo; ni listo, ni tonto. Con Solos en la madrugada, estrenada en 1978, mi carrera dio un giro.

En los ochenta me puse detrás de las cámaras. He dirigido tres películas: Soldados de plomo (1983), Cara de acelga (1987) y Yo me bajo en la próxima, ¿y usted? (1992). Creo que fueron dignos trabajos. Al cómico Sacristán nunca le ha faltado trabajo, pero el director Sacristán hoy se volvería loco con las cámaras digitales o la posproducción. Añoro el celuloide. Las cámaras de hoy son verdaderos laboratorios. Dónde antes había un cine, hoy te compras una hamburguesa. Antes había un producto, película, que se veía en una tienda llamada sala cinematográfica; hoy las películas son producciones digitales y las salas son plataformas. No tengo móvil, ni sé manejar Internet.

He trabajado en más de cien películas y me reconozco en el camino recorrido. Todas me ayudaron, aunque algunas hay que verlas con piedad. Obtuve la Concha de Plata en el Festival de Cine de San Sebastián de 1978 por Un hombre llamado Flor de Otoño y en 1982 el primero de cuatro Fotogramas de Plata por La colmena. En 2012 obtuve el Goya por El muerto y ser feliz, que también supuso mi segunda Concha de Plata. Este año han decidido darme el Goya de Honor por mi carrera. Me siento muy honrado.

En el rodaje de Pierna creciente, falda menguante conocí a Emma Cohen, quien me condujo a Fernando Fernán Gómez. No cabía la impostura en él, quien se pasaba de listo terminaba con el culo al aire. Me eligió para protagonizar El viaje a ninguna parte y me dijo, “Quiero que estés dos horas delante de la cámara y que no se te vea”. Los sueños se hacían realidad para el chaval de Chinchón. En el cine hay quien se ha muerto de viejo, haciéndolo igual de mal que el primer día y a veces uno es estrangulable.

Intervine en varias zarzuelas, lo que facilitó acceder al género de los musicales y sus grandes dimensiones con ballet, coro, orquesta y aforos de 1.500 personas que aplauden entusiasmados. Disfruté con El hombre de La Mancha y My Fair Lady. En 2016 regresé a las tablas con Muñeca de porcelana, de David Mamet, una “colonoscopia del poder, al mostrar todas sus miserias, contradicciones y subterraneidades morales”. Desde 2018 interpreto Señora de rojo sobre fondo gris, con la que planeo despedirme de los escenarios, cuando toque y sin caer en lo patético. Es una bella y conmovedora pieza de Delibes. Nos enseña a mirar a un personaje ausente, Ana, “una mujer que con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir”. Esposa y madre de sus hijos, era la responsable del éxito artístico del pintor, bastón y brújula en su vida profesional y personal de Nicolás, el protagonista. Plenitud que iluminaba la grisura cotidiana en la España de 1975. Bellísimo canto al amor y profunda lección de humanismo. A través de sus personajes Delibes nos habla de la felicidad y de su pérdida; profundiza en cada ser humano con integridad, sobriedad e intolerancia ante la injusticia con los desamparados.

Siempre me he considerado “sanchopancesco” y nunca he renunciado a mis orígenes e ideología. Fernán Gómez y “El Venancio” fueron mis referentes, y también el “Tío Tomás” cuando me decía “recuerda Pepito que lo primero es antes”.