¡Antes de The Beatles, todo era distinto; después, nada fue igual!
MUSICA
Javier de la Nava
Profesor del CEF.-
Cienpies Design. 123rf
Bajo un sol abrasador, el 2 de julio de 1965, a las 14,30 h, procedente de Niza, aterrizó en Barajas el avión que traía al grupo musical más famoso del momento, y posiblemente de toda la historia de la música, los Beatles. Los “cuatro melenudos”, así calificados por la prensa oficial, llegaban a la capital para dar su primer concierto en nuestro país en la tarde de aquel caluroso viernes. Luego irían a Barcelona, donde actuarían el día siguiente. A pie de la escalerilla, fueron recibidos por actrices vestidas de bailaoras flamencas que les entregaron unas taurinas monteras. Aunque el régimen franquista procuró que su presencia tuviese escasa resonancia, cientos de adolescentes dieron en el aeropuerto una fervorosa bienvenida a sus ídolos. La fiebre “Beatle” estaba en pleno apogeo tras el álbum Help y la película del mismo nombre.
Aquella era una España en blanco y negro, donde lo moral, lo social y lo político, tenían otra dimensión Las clases acababan de terminar y el verano auguraba muchos guateques con movidos bailes y tiernos roces durante la parte melódica de las canciones. En 1962, los cuatro chicos de Liverpool publicaron su primer disco Please, please me. No fue su mejor álbum, pero sí el más importante, pues convenció a la industria discográfica que el rock era el futuro. Nuevas armonías y rompedora estética con aquellos rostros embutidos en aseadas melenas cortas, sobre un fondo fotográfico negro, que incitaban a miles de jóvenes en todo el mundo a imitarles. Las letras de sus canciones, a veces en jerga scouse (inglés de Liverpool), se acompañaban con el “ye, ye, yeeeh”. Paul, George, Ringo y John mezclaban sentimiento, rebeldía, jovialidad e inteligencia.
En el estricto estilo de vida impuesto por el régimen franquista se abrió una fisura a base de frescura, ironía, ritmo y canciones
Los Beatles ocuparon cuatro suites, 126, 226, 326 y 426, del hotel Fénix, en la esquina de la Plaza de Colón con la entonces Avenida del Generalísimo. A las cuatro de la tarde, organizado por el Instituto Sherry y presentado por el alcalde de Jerez, Miguel Primo de Rivera, se homenajeó a los músicos que acababan de ser nombrados Miembros del Imperio Británico. Este fue el argumento por el cual, apenas una semana antes, el ministro de la gobernación, Camilo Alonso Vega, concedió el permiso para los conciertos, escasamente para media hora de canciones y sin mensajes. A través de Manuel Fraga, ministro de turismo, se aseguró que eran caballeros de la Orden del Imperio Británico. En la rueda de prensa posterior, los medios oficiales les hicieron preguntas, al más puro estilo Alfredo Landa. "¿Les gusta España?", "¿Les gusta la tortilla?", "¿Conocen los toros?", "¿Por qué llevan el pelo tan largo?". Enfrente, los Beatles proyectaban una imagen de chicos sencillos y, al mismo tiempo, de jóvenes superstars. Después, visita a un tablao flamenco. Todo made in Spain.
Un Cadillac negro les recogió en el hotel a las siete de la tarde y se dirigieron hacia Las Ventas, donde les esperaban doce mil anhelantes espectadores que pagaron 400 pesetas por sillas de pista y 75 por las gradas. Apenas había media entrada. Alrededor del coso, cientos de “grises” escrutaban a todos los que entraban en el recinto. A las nueve de la noche, presentados por Torrebruno, “vestidos con ternos negros y botines”, salieron encorsetados, muy diferentes a sus habituales actuaciones, frescas y gamberras. La recomendación oficial era evitar que animaran demasiado al público. John a un lado del escenario, con sombrero cordobés, Ringo en el centro sobre tarima y Paul y George cantando juntos en el otro extremo, desgranaron una docena de sus mejores temas. La emoción de los asistentes se mezclaba con la obsesión nerviosa de las autoridades por el orden público. En el estricto estilo de vida impuesto por el régimen franquista, hace medio siglo, se abrió una fisura, a base de frescura, ironía, ritmo y canciones.
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