Al oeste de San Quirico: un rescate de la ética
Raúl López Martínez
Máster en Tributación y Asesoría Fiscal por el CEF.
Miembro de la ACEF.
Mi admirado Leopoldo Abadía -con el que comparto ciudad de procedencia y gustos musicales- escribió en una ocasión que “se había globalizado la falta de ética”. Desde que se inició la crisis, es el análisis más acertado que he leído sobre la verdadera causa de la misma. Desconozco si la atalaya en la que el viajero ninja sitúa sus comentarios adolece también de esa virtud, pero lo que puedo asegurar es que aquí, al oeste de San Quirico, hemos vivido completamente ajenos a la misma.
Foto de Stock.xchng
La ceremonia de la confusión en la que nos hallamos instalados ha hecho que la opinión pública, hasta hace poco más preocupada por buscar estereotipos en las páginas rosas que en las salmón, se sienta abrumada por el aluvión de malas noticias con que a diario nos despiertan los medios de comunicación, que términos como “prima de riesgo”, “rescate” o “eurobonos” se hayan instalado en nuestras vidas -quién sabe para cuánto tiempo- y los usemos coloquialmente sin saber en la mayoría de los casos su verdadero significado, que personas ajenas a los grandes escándalos financieros, fraudes piramidales o burbujas inmobiliarias, y cuyo pecado capital ha sido, en la mayoría de los casos, cumplir el legítimo sueño de gozar de una vivienda -derecho, no lo olvidemos, constitucionalmente protegido- e ir amortizándola en las ventajosas condiciones que ofrecían unas entidades que ahora se tornan amenazantes ante tanta inconsciencia, esté desorientada y no entienda nada… Esta es una crisis económica y financiera, sí, pero sobre todo es una crisis moral y de valores.
Sin ánimo de juzgar lo ocurrido, el tiempo de las lamentaciones ha terminado y hay cosas que ya no tienen remedio. Pero debemos aprender de ese pasado pantagruélico del que todos en mayor o menor medida nos hemos beneficiado y sentar unas bases sólidas para no volver a cometer los mismos errores.
Y la ética, ese valor trasnochado del que nadie se acordaba en los tiempos ¿felices? en que la música sonaba a todas horas, debe ser el eje sobre el que gire la necesaria regeneración del sistema. Urge una catarsis a todos los niveles, desde el individual hasta el corporativo e institucional.
Pero, ¿sabemos en realidad qué es la ética? Si inquiriésemos a cualquier profano en la materia, y aunque no ofreciese una definición exacta, seguro que la asociaría a expresiones como moral, rectitud o justicia. Como decía Kant, desarrollando su imperativo categórico del “hay que hacer lo que hay que hacer”, en términos legales, un hombre es culpable cuando viola los derechos de otro; en ética, lo es solo con que piense hacerlo. Se trata, pues, de un valor espiritual e incorpóreo, pero consustancial a la naturaleza del ser humano.
La vida y la sociedad deberían estar regidas por reglas justas, pero ¿es esto aplicable a un mundo en el que diariamente vemos desde nuestros hogares cómo millones de inocentes mueren por hambrunas o guerras injustas o, desde un punto de vista más cercano, en el que se han expuesto mediante sofisticados productos financieros sin ningún futuro los ahorros de personas que a duras penas comprendían lo que estaban firmando y que lo basaban todo en la confianza? ¿Dónde han quedado la solidaridad y el bien colectivo?
Y es que esto, trasladado al mundo económico y financiero, hace que el riesgo se multiplique exponencialmente y entre en colisión con la codicia propia del homo economicus en su búsqueda de maximización del beneficio, pero habrá que cumplir unos mínimos deontológicos. El actuar pensando que un proceder amoral era algo que todo el mundo toleraba y, por tanto, algo normal e inocuo, ha creado una cadena que acabó contaminando todo el proceso convirtiéndonos en seres sin alma y ese individualismo ha tenido su reflejo en gobiernos, empresas y familias.
La ética empresarial, entendida como conjunto de valores y principios ínsitos en la cultura de la organización para alcanzar una mayor sintonía con la sociedad y permitir una mejor adaptación a su entorno respetando los derechos y valores de la misma, es básica por cuanto organizaciones y sociedad interactúan. Quienes defienden que los mercados y las organizaciones son tan impersonales como faltos de sentimientos y de reglas morales, se equivocan. Puede que aquéllos no tengan alma, pero sus integrantes sí –reinterpretando modernamente la “teoría del levantamiento del velo”- y apostar por una gestión ética supondrá un intangible que generará riqueza, aunque no sea de forma inmediata, y garantizará la supervivencia de la organización.
Debemos aprender de ese pasado pantagruélico del que todos en mayor o menor medida nos hemos beneficiado y sentar unas bases sólidas para no volver a cometer los mismos errores
Los grandes inversores institucionales, auténticos propietarios de buena parte de la economía mundial, adquieren hoy un poder económico sin precedentes gracias a la globalización, y sus decisiones influyen en el devenir y el bienestar económico y social general, de ahí que su responsabilidad adquiera una dimensión quasi pública. Y es ahí, ante la comprobada inobservancia por parte de las organizaciones de los principios más elementales de responsabilidad social corporativa que hasta ahora se dejaban a la voluntariedad de las mismas, donde aparece la labor de los poderes públicos como garante de la misma. La iniciativa voluntaria es necesaria, pero ha de venir respaldada por una política pública adecuada que fomente, propicie y genere este cambio social y empresarial en el que la ética prime por encima de todo estableciendo un mínimo marco regulatorio. Es la eterna dicotomía entre hard law y soft law, entre regulación y autorregulación, y parece que ha llegado el momento en que, ante los reiterados incumplimientos de las normas de gobierno corporativo, políticas de retribuciones, opacidad, trasparencia, códigos éticos que han atacado frontalmente los valores más elementales que debería cumplir una sociedad madura, se impongan desde las instituciones las normas del juego. No puede quedar la sensación de que el Derecho sólo entre en funcionamiento cuando el problema ya ha estallado. El modelo voluntarista ha fracasado y debe dar paso a un modelo regulatorio o reglamentista que sancione comportamientos contrarios a la Ley, lo que no quiere decir que se encorsete la actividad empresarial manu militari y se cree una sociedad atrapada en sus normas, sino que precisamente para el buen funcionamiento de ella y de los mercados sea necesaria esa regulación presidida en su espíritu por la ética, pues el Derecho tiene, como todo en la vida, un importante componente moral.
Los poderes públicos deben liderar ese cambio de mentalidad siendo quienes den ejemplo en primer lugar y trasladen a la sociedad su grado de compromiso enviando un mensaje de confianza y coherencia que haga que el descrédito que se ha instalado en la memoria colectiva por la mala gestión pública llevada a cabo por la clase política -sospechas de corruptelas, nepotismo, falta de eficiencia, despilfarro, opacidad en las cuentas públicas, intereses partidistas- dé paso a la recuperación de la credibilidad mediante la necesaria rendición de cuentas que evite la sensación de impunidad. Y de ahí partirá todo lo demás.
Por eso aquí, al oeste de San Quirico, al margen de inyecciones de capital destinadas a solucionar problemas inmediatos, urge el rescate de ese valor llamado ética como un primer paso para la reconstrucción social, económica y política del sistema. Tenemos la responsabilidad y la oportunidad, quizás la última, de enderezar el rumbo perdido. De nosotros depende.