Sobre la democracia real

Javier García López
Doctor en Comunicación.
Profesor de Periodismo de la Universidad a Distancia de Madrid (UDIMA)
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Sobre la democracia real
Foto de Stock.xchng

Para muchos autores, desde la antigüedad, el lenguaje es fundamentalmente metafórico. Esto significa que el hombre accede a una cierta concepción de las cosas a través de un lenguaje digital, lo que conlleva que no puede alcanzar la esencia del objeto. Se produce una distancia entre el sujeto y el objeto que se advierte insalvable. De esta forma, la creación de conceptos para designar objetos e ideas, las conceptualizaciones, se torna verdad, realidad, cuando únicamente es una interpretación más entre una multitud de lecturas posibles. A lo largo de la historia, la humanidad ha forjado conceptos cuya evolución, por medio de experiencias y acontecimientos diversos, ha dado lugar a ideas virtualmente inamovibles aunque esencialmente modificables. Este es el caso de los conceptos de democracia y de Estado.

En contra de lo que se ha sugerido tradicionalmente, la democracia no es literalmente aquel concepto que hace referencia al gobierno del pueblo. Desde un punto de vista estrictamente etimológico, la democracia es el poder del pueblo o el poder para el pueblo, si atendemos a su matriz griega. Y poder no es lo mismo que gobierno. Gobernar implica gestionar, ofrecer una conducción sobre un hecho u objeto; de modo que un gobierno de algo o sobre algo es fundamentalmente coyuntural y nunca puede ser estructural o inalterable. Ejercer un poder supone dominio y autoridad; por ende, sometimiento. No obstante, el ejercicio del poder por parte del pueblo también lleva aparejado una cierta forma de subyugar. Pero, ¿a quién? ¿Con qué motivo? ¿De qué forma? La genealogía del poder de Foucault nos indica que el poder no aparece en la superestructura, como pensaba Marx y, por tanto, es inherente a todo humano, habita en la esencia de la humanidad. Además, el poder viaja más allá de las relaciones entre el Estado y los individuos. El poder abarca todos los sectores de la sociedad. Todos los individuos sociales ostentan las dos caras contrapuestas: dominio y condescendencia. Lo que determina el éxito social para un sujeto o grupo de sujetos es su situación hegemónica con respecto a los demás y, en consecuencia, su capacidad de fijar límites experienciales sobre los demás.

En los últimos años, las ideas de libertad, tolerancia y paz se han licuado en el engranaje  democrático y los ciudadanos de hoy han extraviado su poder sin darse cuenta

De cualquier modo, la idea que manejamos en la actualidad de democracia y de su puesta en marcha tiene que ver con una forma de gobierno contrario a cualquier totalitarismo y fundado en la vaga noción de libertad. Pero se trata de una concepción de gobierno, no obstante, regido por la idea de poder, ineludible en la vida en sociedad. Aunque hablamos de un poder que huye del modelo maniqueísta; el poder reside en cualquier individuo y la idea de democracia se funda en un acto continuo de ejercicio del poder y resistencia al mismo con un final que debería ser favorable para la mayoría ciudadana.

Sin embargo, esta perspectiva no se corresponde con la realidad. Menos aún con la realidad actual. ¿Qué ha ocurrido para que la idea prístina de democracia se diluya? Como decimos, todo se debe a una relación continua de fuerzas en las que el pueblo, el ciudadano, ha salido perdiendo. Y aquí es cuando debemos hacer emerger la idea de Estado. El concepto de Estado es medianamente reciente, ya que el origen de su uso se suele asignar a Maquiavelo, en su obra El Príncipe, si bien es necesario poner de manifiesto que la noción de Estado estaba presente en el concepto griego res publica. De manera que ya desde sus inicios, la idea de Estado tiene una connotación maquiavélica. Siguiendo estos argumentos, y según Abbagnano, se entiende por Estado “la organización jurídica coercitiva de una determinada comunidad”. El problema de fondo se sitúa en la interpretación del concepto. ¿Qué es una organización jurídica? ¿Por qué debe ser coercitiva? Según Kelsen, el Estado es simplemente una forma de ordenamiento jurídico para un territorio concreto.

Podemos decir, en ese caso, que el Estado conforma una pauta de regulación de la actividad social, un esquema de imposición de límites de pensamiento y de acción. Y es coercitivo puesto que se impone sobre cualquier otra forma de ordenamiento e impone unas leyes determinadas. Viajamos entonces hasta la manida concepción actual de Estado de derecho, mucho más aceptada por la opinión pública. Deberíamos dejar de lado a la hora de tratar el concepto de Estado, siguiendo a Kelsen, cualquier determinismo sociológico. Para la concepción formalista de Kelsen, por tanto, no hay diferencia esencial entre el Estado absolutista y el Estado liberal, entre el Estado democrático y el Estado totalitario, puesto que todos hacen únicamente referencia al ordenamiento jurídico con efectos coercitivos. Si bien sabemos que los efectos sociales de un Estado y otro no son los mismos.

Como hemos explicado, los humanos generamos un lenguaje convencional para relacionarnos en sociedad y esta dinámica da lugar a modos pautados de pensamiento y de conducta. Estos modos sociales se imponen y establecen una cosmovisión, una idea del mundo que nos rodea en nuestro momento vital y que impone unos límites interpretativos. Para los ciudadanos posmodernos, las ideas de Estado y Democracia están relacionadas con la libertad, la tolerancia y la paz. Para mantener esta trinidad democrática, ofrecemos nuestros votos cada cuatro años a unos gobernantes para que ejecuten aquellas acciones que consideren necesarias. Sin embargo, el lenguaje metafórico plantea siempre un doble sentido para cuya interpretación se hace necesaria una capacidad crítica y una vocación proactiva. En los últimos años, las ideas de libertad, tolerancia y paz se han licuado en el engranaje  democrático y los ciudadanos de hoy han extraviado su poder sin darse cuenta. La ciudadanía no ostenta la hegemonía. Todos los actores sociales son responsables del deterioro. Incluidos los medios de comunicación, faltos de un poso crítico fundamental para el mantenimiento del poder ciudadano. El ejercicio del poder requiere un esfuerzo. Quizá era más cómodo delegar. Porque se supone que las democracias actuales funcionan a través de representantes. Lo que se ha dado en llamar “democracia indirecta”. Pero en realidad asistimos a un ejercicio de delegación, ya que el ciudadano ha dejado a otras personas que ejerzan su función, la de practicar el poder que le es propio.

Sobre la democracia real
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Existen evidencias del menoscabo de los derechos fundamentales de las personas en los últimos años por parte de los gobernantes, quienes hacen uso de su poder conferido de manera indiscriminada, atendiendo a su supuesta autoridad legal, moral, erudita y pseudodeítica. Libertad, tolerancia y paz son andróminas de otros tiempos. Ahora lo que pega fuerte es la necesidad “objetiva” de someterse a las mónadas (sustancias simples, indivisibles y dotadas de percepción y voluntad que componen el universo) de la frugalidad económica teutonas, al modo de la filosofía de Leibniz. Ante esta situación, es hora de adoptar una actitud crítica, de hacer uso del poder ciudadano y convertirlo en preeminente. Debe aflorar una democracia naciente sustentada en el conocimiento y la capacidad analítica. Para ello, la sociedad debe ser sensible a su estructura educativa, dar valor a las escuelas y las universidades, donde se forjan las aptitudes críticas y se construyen los cimientos de las sociedades verdaderamente democráticas. ¿Cómo conseguirlo? Haciendo. Experimentando. Dándole uso a las herramientas que el ciudadano tiene a su alcance. Ahora más que nunca se hace imprescindible la adhesión a los valores humanos por parte de los medios de comunicación y de las redes sociales emergentes.