Banderas

Antonio A. Rodríguez Nieto
Máster en PRL por el CEF.-.
Miembro de la ACEF.- UDIMA

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Banderas
Foto de Stock.xchng

Una mañana, en el comedor de la empresa, se unió al grupo de compañeros un proveedor habitual de los proyectos en que participamos; le ofrecimos un café y nos dijo que lo acababa de tomar, comentando que en cualquier caso debiera ser él quien invitase, puesto que éramos el cliente. Tras las carcajadas de rigor, le dije que no era mi costumbre separar los roles hasta ese punto, mientras pensaba lo fácil que era dejarse llevar por los convencionalismos y los prejuicios.

En el entorno laboral las relaciones resultan a menudo adulteradas bajo la presión de los intereses que defienden las empresas para las que trabajamos. La brecha que se abre, incluso a modo de estrategia, entre cliente y suministrador, no es más que un reflejo de los objetivos que ambos se marcan, antagónicos para muchos e idénticos para unos pocos. Y no me refiero a metas relacionadas con la calidad o la eficiencia.

Hay ciertas empresas (no son una excepción) tan acostumbradas a formar parte del panel de proveedores de las grandes Compañías, que parecen flotar en una nube de indolente complacencia, proclives a una actitud más prepotente que colaboradora. Imaginemos por ejemplo que se adjudica un pedido de cinco millones de euros a una empresa española, que representa a su matriz estadounidense, con fábricas en EEUU, Rumanía y Malasia. Pensemos ahora que la gestión de ese adjudicatario tuviera poco que ver con una actitud proactiva, diligente o eficaz. ¿Por qué se les vuelve entonces a premiar con nuevos contratos?

En el entorno laboral las relaciones resultan a menudo adulteradas bajo la presión de los intereses que defienden las empresas para las que trabajamos

Hace unos años, el entonces responsable de nuestro departamento nos aconsejaba dudar siempre de las promesas del proveedor, imponiéndonos la necesidad de contrastar cualquier información que nos llegase y obteniendo el mayor grado de detalle posible. Sin embargo, todo resulta más cristalino en las proximidades del palco.

La gestión en ciertas entidades deportivas se ha pretendido tomar como ejemplo para empresas de otro ámbito. En un club de fútbol, cuando no se cumplen los objetivos, los focos se dirigen inquisitivos hacia el entrenador (o incluso el presidente), reforzando el papel del equipo y confiando en que los jugadores  rentabilicen por fin su trabajo dentro del grupo;  se diría que es más un placebo que otra cosa. Pretender que dimitiera el presidente sería poco más que un desahogo, o algo parecido a una moción de censura.

Cuando se alcanzan los éxitos llega el turno del reparto de medallas. Aquellos más mediáticos suelen ser los más beneficiados, mientras los llamados jugadores “de equipo” se contentan con poder seguir en el club. 

La bandera que defendemos al pertenecer a una determinada empresa, sea la que compra o la que vende, pudiera parecerse a esas otras que llevan los seguidores de un equipo en cualquier deporte: se participa de sus éxitos, pero no de los beneficios. Eso sí, contribuimos de una u otra forma a la hora de sanear sus cuentas.