Bares, qué lugares…

Javier de la Nava
Profesor de Macroeconomía y Gestión de Riesgos en el Grupo Educativo CEF.- UDIMA
Ocio y cultura
“Los bares, qué lugares tan gratos para conversar. No hay como el calor del amor en un bar.”
A ritmo de pasodoble, el grupo compuesto por Jaime Urrutia (voz y guitarra), Fernando Presas (bajo) y Eduardo Clavo (batería), compartía su gusto por los bares con esta canción situada en el puesto 114 entre las 200 mejores del pop-rock español. Gabinete Caligari produjo éxitos como La culpa fue del cha-cha-chá, Cuatro Rosas, Camino Soria o la citada. La recordé al leer The World’s 50 Best Bars 2024 encabezado por Handshake Speakeasy. Ubicado en Ciudad de México, camuflado por un hotel contiguo, al pasar, el grupo de “meseros”, camareros, con delantales negros sobre impolutas camisas blancas, nos recibe con un atronador ¡bienvenidos! El precio medio de sus cócteles es de 300 pesos (15 euros), salario medio mensual del país. La exclusividad es su seña de identidad, de ahí que su clientela sea gente joven, guapa y bien vestida.
Su nombre rememora los speakeasy (tugurios) de la Ley Seca vigente en Estados Unidos entre 1920 y 1932. Aquella tuvo su origen en Inglaterra por la mayor religiosidad y los graves problemas derivados del alcoholismo. El “movimiento por la templanza” llegó a Norteamérica a finales del siglo XIX. Fue respaldado por miles de mujeres víctimas de violencia doméstica, la prodigalidad de sus maridos y la pobreza derivada. El patriotismo fomentó la sobriedad, pues gran parte de la cerveza consumida venía de Alemania, enemigo en la Gran Guerra. El término speakeasy proviene de bajar la voz para pedir una bebida alcohólica y evitar ser oídos por soplones o policías. Tras la fachada de algún negocio, estos garitos transgredían la prohibición de elaborar, vender y consumir alcohol. Tratamientos médicos o el uso del vino para el rito cristiano o judío del Sabbat eran las únicas excepciones. El mercado negro propició el contrabando, la corrupción, la criminalidad e ingentes beneficios para la Mafia.
La cinematografía resaltó este periodo histórico. Las películas de gánsteres fascinaban en los treinta con Edward G. Robinson, James Cagney o Humphrey Bogart como mitos. El género languideció hasta estrenarse uno de los mejores filmes de la historia, El Padrino (1972). Dirigido por Francis Ford Coppola e inspirada en la novela de Mario Puzo, los susurros, penetrante mirada y veladas amenazas de Marlon Brando, como Vito Corleone, realzaron al capo mafioso. Don Vito era un personaje ficticio reflejo de otros reales como Frank Costello, llamado “primer ministro del bajo mundo” por sus negocios con empresarios, políticos, jueces y policías. En Los infiltrados (2006), encarnado por el histriónico Jack Nicholson, Martin Scorsese dibujó un todopoderoso Frank Costello. Otro mafioso llevado a la gran pantalla fue Al Capone, quien lideró la venta de alcohol en Chicago. En Los intocables de Elliot Ness (1987), para Brian de Palma los protagonistas fueron los agentes incorruptibles. Robert de Niro representó a Capone y enfatizó su lado más pendenciero e inestable. Los dramas dirigidos por Scorsese, De Palma y Ford Coppola reflejan una codiciosa, violenta y desesperada humanidad.
También la literatura ha mitificado los bares, centros donde hombres, no las mujeres, compartían soledades. Algunos establecimientos forman parte de la historia literaria: el Duke Street de Dublín, donde James Joyce iniciaba su ingesta alcohólica; el Floridita de La Habana, en el que el barman Constante preparaba a Ernest Hemingway sus daiquiris; la terraza del Rosati, en la romana Piazza del Popolo, y los Campari de Alberto Moravia; el Chassen’s de Los Ángeles, donde el Rat Pack (Frank Sinatra, Dean Martin y Sammy Davis Jr.) agotaba los cócteles preparados por el español Pepe Ruiz; y, en cualquier barra del mundo, los dry martini, bebida favorita de James Bond.
En pintura, el reflejo pictórico más famoso de un bar es Nighthawks (noctámbulos o trasnochadores). Edward Hopper lo realizó en 1942 y se expone en el Art Institute de Chicago. Está inspirado en un dinner (bar nocturno)del Greenwich Village, barrio natal de Hopper en Manhattan. Pintado tras el ataque a Pearl Harbor, preocupación y desánimo son evidentes. Tres clientes están ensimismados, sin hablar ni mirar a nadie. El camarero mira hacia la calle, iluminada por la luz del bar. Esta visión de la vida urbana moderna, vacía o solitaria, de Hopper refleja la soledad en una gran ciudad. Soledad que también aparece en su famosa Habitación de hotel,que podemos ver en el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid. En una anónima habitación de hotel, una muchacha consulta un horario de trenes bajo una fuerte luz cenital.
La soledad urbana se diluye en la canción de Gabinete Caligari. Los bares permiten contrarrestar a los clientes su aislamiento, querido o sobrevenido. Puertas abiertas, sin restricciones de entrada. La voz aguardentosa de Jaime Urrutia lo recogía sin ambages, “no hay nada mejor que el amor en un bar”, a refugio del exterior y del propio interior.