La bella desconocida. La catedral de Palencia
Javier de la Nava
Profesor de Macroeconomía y Gestión de Riesgos en el Grupo Educativo CEF.- UDIMA.
Ocio y cultura
Aunque un tanto retrasado, por fin llegó el otoño. Frío y lluvioso vacía sus calles pero es celebrado por los campos que abrazan a la urbe. Tras los vacceos, los visigodos establecieron aquí su corte. La mayoría de los reyes de aquella célebre lista que cantábamos con soniquete infantil tuvieron aquí su residencia: Alarico, Ataulfo... Leovigildo, Recaredo… Wamba, Witiza y Rodrigo. El monarca Witiza inició la construcción de la que hoy es la catedral de san Antolín, patrón de la ciudad.
Externamente no lo parece, pero tras las de Sevilla y Toledo es la tercera mayor catedral de España. Una vez dentro nos sorprende su gran dimensión. La inmensa nave central, interrumpida por el coro, resplandece majestuosa. La ausencia de gente a nuestro alrededor hace que el silencio nos envuelva. Como todas las catedrales, se orienta hacia el este, con una atípica cruz latina, algo bello y admirable en su anacronismo.
El primer día de junio de 1321 se empezó a construir sobre una catedral románica, a su vez erigida sobre una iglesia visigoda. Los distintos estilos que se aprecian en sus dos capillas mayores y dos naves de crucero se deben a los tres siglos que duró la construcción.
La mayoría de las guías aconsejan seguir un orden cronológico en la visita. Lo primero es ver la cripta de san Antolín, abierta bajo el trascoro. Por una escalerilla descendemos a una primera sala prerrománica, al lado de la cual otra más estrecha rememora antiguas catacumbas. Según una leyenda, el rey Sancho de Navarra encontró una imagen de san Antolín en una cueva, a la cual llegó persiguiendo a un jabalí. Sobrecogido, mandó erigir allí mismo una iglesia. Posteriores estudios arqueológicos han desmontado el espiritual relato al encontrarse dos columnas romanas y restos visigóticos.
Continuamos nuestra visita por el museo, ubicado en el ala oeste del claustro. Cuenta con piezas de gran valor como dos tablas de Berruguete (El Calvario y Llanto sobre Cristo muerto), un lienzo de Zurbarán (Santa Catalina de Siena) y un San Sebastián de El Greco.
Destacan entre las esculturas cuatro tallas románicas policromadas (san Miguel, la Virgen con el Niño y los apóstoles Pedro y Pablo), una piedad de Vigarny y un cristo de marfil del siglo XVIII. En las paredes de la sala capitular, centro neurálgico del museo, cuelgan singulares tapices que vigilan gran cantidad de documentos históricos.
La del sagrario es la primera de las dos capillas mayores. En ella reluce un retablo plateresco del siglo XVI, obra de artistas locales, al que se unen valiosas piezas románicas, entre las que destaca una virgen del siglo XIII; la piedra del altar, bloque monolítico de tres metros de largo; y el arcón con los restos de doña Urraca, reina de Navarra, que murió el 12 de octubre de 1189.
Más moderna, en la otra capilla mayor, impresionan las maravillosas rejas de Cristóbal de Andino, considerado príncipe de los rejeros españoles de su época. Tras ella dos púlpitos de Gaspar Rodríguez y el impactante retablo plateresco, con obras de Juan de Flandes y Vigarny.
Una gótica sillería, el bello atril renacentista o el órgano barroco impresionan en su sencilla belleza. Tres estilos hermanados para mayor gloria artística del lugar. En la pared del trascoro, cinco paños de piedra artísticamente labrados se unen al políptico flamenco de Jan Joest de Calcar, que representa los siete dolores de la Virgen, acompañada por san Juan y el obispo Fonseca, gran benefactor de la sede catedralicia.
En la nave del Evangelio, encontramos bajo dosel al famoso Cristo de las Batallas del siglo XIII, centro de la devoción de los palentinos. A su lado, el altar realizado por Vigarny sirve de base a una talla del Salvador atribuida a Diego de Siloé. Dos bellos altares, uno gótico y otro plateresco, se sitúan en la nave de la Epístola.
Otras impactantes obras se hallan esparcidas por la catedral, como el sepulcro del abad de Husillo, obra de Alejo de Vahía, y el eccehomo de Siloé, adosados a los muros exteriores de la capilla mayor.
Una campanilla, tocada indolentemente por el vigilante, nos anuncia que la catedral va a cerrar. Nuestra visita debe acabar. Asumimos con aflicción que la catedral de Palencia merece mucho más tiempo. Fuera la lluvia arrecia y las piedras chorrean un agua que cae inclemente. Raudos buscamos refugio entre los soportales al otro lado de la plaza. Un caldo caliente permite recuperarse frente al frío ambiente castellano. Desde la cristalera observamos la adustez de la fachada catedralicia, y el carácter militar de su torre-campanario. Más allá, las melancólicas aguas del río Carrión acarician los contrafuertes de la bella desconocida, que orgullosa parece estirarse para volver luego a recogerse y asentarse sobre su recia esbeltez.