¡Chang, chang, chang!

Foto de un templo

Alberto Orellana
Redactor de Comunicación del Grupo Educativo CEF.- UDIMA.

Ocio y cultura

Playas, picante y tuk tuks. Selvas, fideos y templos. Elefantes, cervezas y altares. Santuarios, chupitos e hiper centros comerciales. Quien haya estado no necesitará mucho más para saber dónde se puede encontrar este cóctel, mezclado con una buena dosis de humedad permanente. Una sola palabra sirve para unificar los tres elementos (tierra, comida y cultura): Chang. Además de significar literalmente “elefante” (la forma que tiene este país visto en el mapa), tiene una importancia capital como símbolo de fuerza y de la realeza, además de para su religión mayoritaria, el budismo. Coge tu camisa de lino y tu sombrero de bambú fino, nos vamos a Tailandia.

Más o menos así me embarqué en la expedición a un país que, por otra parte, será asiático, sí, pero se oferta bien hacia occidente. En otras palabras: quitando el vuelo, manejarse en bahts por el lugar da cierta sensación de milloneti. Tu cartera apenas sufrirá por conseguir desde una camisa o un masaje en los pies hasta alojamientos de ensueño. Por no hablar de la comida, que se ofrece a precios casi de chuchería.

Podría decirse que la gastronomía es de lo primero que te toca gestionar cuando aterrizas en Tailandia, pero realmente no tendrás problema en conseguir algo más internacional. Basta con visitar uno de los miles de 7Eleven que hay (en Bangkok sentí que había uno cada 500 metros) y podrás solventar la papeleta. Los pasillos de ramen y sopas preparadas (que te calientan allí mismo) son abundantes. Pero incluso sin sacar el pie de ahí, el picante no tarda en aparecer. En restaurantes, dará igual las veces que lo pidas, si la receta original lleva picante, aunque pidas mai peth (no pica, en tailandés) te puedes encontrar con una experiencia de lo más “ardiente”.

Más allá de peripecias con mariscos y mercados con merenderos para guisarte lo que gustes en la mesa (muy populares), conseguir zamparte con su ración de chili seco uno de los -seguro- múltiples padthais que te comerás, ya me parece todo un logro. Y ya para los más valientes, las calles más céntricas de la capital como Khaosan Road tienen siempre algún puestecito para degustar insectos “vuelta y vuelta” (saltamontes, grillos, algún escorpión, lo habitual vamos). Afortunadamente cuentan con un espectacular abanico de frutas para compensar los estragos de otros platos más fuertes.

En el periplo de esta “thaidventure” escogimos el itinerario más común entre los novicios que llegan al país: desde Bangkok hasta regiones más selváticas en Chiang Mai al norte, y vuelta hacia el sur para ver sus playas de película (literalmente). Lo que sí te golpeará en la cara nada más llegar es la humedad (y aún más en zonas costeras). Llevarte varios polos o camisetas supuestamente veraniegas es inútil; es otro concepto. Lo mejor para combatir el constante sudor en la frente de este verano permanente es hacerse con una camisa y un gorro en cualquier gran centro comercial, y cuidar los cambios de temperatura (el aire acondicionado allí es una institución).

También cogerás un pantalón a juego, pues en la mayoría de templos del país (hay más de 40.000) habrá un cartel (y quizás algún guardia estresado) que te recomendará que te cubras las piernas para entrar. Caminando entre budas de todos los tamaños puedes comprobar toda la liturgia y ornamento dorado, místico y floral que empapa las urbes y monumentos de Tailandia. Además hay altares prácticamente en cada vivienda, pues en todas parece haber espacio para el culto religioso y la ofrenda celestial. Pequeños castillitos en cada esquina que recuerdan su fe y el mimo con que hacen casi todo.

Menos conducir. No sé cuántas veces salió el tema, pero nos sorprendió no ver un solo accidente a pesar de la aparente “flexibilidad” con la que circulan motos, carros, pickups y tuk tuks (terminarás cogiendo uno aunque no quieras) en los grandes núcleos urbanos. Tienen una especie de “lenguaje de claxon” que parece salvarles del desastre.

Por otra parte, como humilde comunicador, uno de los aspectos que más disfruté fue aprender las pocas expresiones que pude en el idioma local, para chapurrearlas con los comerciantes y lugareños. Expresiones como “gracias”, “¿cuánto cuesta?”, “muy bonito”, “muy caro” (sonriendo) o “no pasa nada” bien pronunciadas provocaban incluso que empezasen a cotorrearte, creyendo que eres un avanzado en tailandés. Las palmas juntas y una ligera inclinación de cabeza al decir S̄wạs̄dī kap (hola) para iniciar cada conversación fueron siempre recibidas con total consideración, educación y agrado.

Finalmente, reconozco que necesitaríamos mucho espacio y tiempo para describir una orografía que, tan pronto te empantana un lugar, como te eleva riscos frente al mar. Lo que sí tengo claro es que nada, o casi nada, podrá superar tres experiencias en esta odisea: comprar desde una barca en el mercado flotante en Ayutthaya (al norte de Bangkok), atravesar 600 kilómetros durmiendo en un tren o compartir baño con varios elefantes asiáticos. Yo digo ¡chang, chang, chang!

¡Volvería sin dudar!