Conrad, el Congo y el coltán
Javier de la Nava
Profesor del CEF.
Foto de Stock.xchng
La actual República Democrática del Congo constituye el escenario donde se desarrollaron los acontecimientos que Joseph Conrad describe en su novela El corazón de la tinieblas, calificada por Borges como "el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado" y por Mario Vargas Llosa como una de las mejores del siglo XX. En El sueño del celta el nobel peruano denuncia el horror de la conquista a través de su protagonista, Roger Casement. Conrad conoció la colonización belga, experiencia que cambió su vida. Vargas Llosa publica su testimonio narrativo sobre aquellos hechos con la misma pasión, inquieta perplejidad y profunda piedad que lo hizo Conrad. Por encima de los altisonantes conceptos de revolución, liberación o patriotismo, en palabras de Casement, “la política saca a la luz lo mejor del ser humano; pero también lo peor: crueldad, envidia, resentimiento y soberbia".
El este del Congo acoge el peor conflicto del planeta, el más mortífero
El entonces Estado Libre del Congo, conocida como Zaire entre 1971 y 1997, fue, más que colonia, propiedad privada del rey Leopoldo II de Bélgica. Kinshasa, la capital del país, se llamaba Leopolville. Sistemática e indiscriminadamente se explotaron sus recursos naturales, especialmente marfil y caucho, para lo que se utilizó mano de obra indígena en condiciones de esclavitud, régimen de terror genocida que contabilizó 10 millones de víctimas. La diplomacia y la presión de la opinión pública mundial consiguieron que el rey renunciase a su dominio personal sobre la colonia. Cuando el gobierno belga asumió la administración, el Congo se transformó, con mínimas vías férreas, puertos, caminos, minas, plantaciones e incipiente industria; se construyeron escuelas y hospitales bien equipados y lograron erradicarse algunas enfermedades. Este colonialismo de corte paternalista se representa muy bien en el cómic Tintín en el Congo. En el momento de su independencia, el 30 de junio de 1960, aún subsistían explotaciones agrícolas y mineras con trabajos forzados. La esperanza de vida no alcanzaba los 40 años de edad. En plena Guerra Fría, los golpes de estado se sucedieron, empujados por obscuros intereses económicos centrados en la enorme riqueza minera del país. Fue uno de los mayores exportadores de uranio a Estados Unidos durante la II Guerra Mundial, pocos saben que las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki se fabricaron con uranio belga de procedencia congoleña.
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Además del cobalto y el uranio, elementos vitales para las industrias nuclear, química, aeroespacial y de armas de guerra, en las montañas orientales del Congo hay valiosos yacimientos de oro, diamantes, cobre y estaño, y otros, poco conocidos pero de gran importancia económica como el niobio y el coltán, abreviatura de colombio-tantalio. Este mineral es la base de los condensadores eléctricos en los teléfonos móviles. El 80% de las reservas mundiales del coltán están en las minas congoleñas, desde donde se exporta, principalmente a través de Ruanda, que monopoliza la explotación y comercio del metal, obteniendo su ejército pingües beneficios. Las empresas con capacidad tecnológica transforman el coltán en tantalio en polvo, para revenderlo después a las multinacionales de telefonía móvil y productos electrónicos.
Naciones Unidas y asociaciones de Derechos Humanos han denunciado desenfrenados abusos en esta región minera, donde grupos paramilitares son "autores de las más graves violaciones de derechos humanos en el mundo". El este del Congo acoge el peor conflicto del planeta, el más mortífero. Son frecuentes las matanzas, reclutamiento de niños-soldados y violaciones en masa, éstas ocasionan más víctimas entre las mujeres que el cólera, la fiebre amarilla y la malaria juntas. Cada grupo rebelde, incluido el ejército, ven en ello una manera de humillar y desmoralizar al enemigo. Hoy el Congo yace dividido en pequeñas regiones controladas por caudillos, facciones y bandas. Conflictos bélicos abiertos en los que han muerto cinco millones de personas en las últimas dos décadas, sin que el resto del mundo se inmute, indiferente, eso sí, pero bien comunicado con teléfonos móviles de alta generación.