El coste de opositar

Chica tumbada en el suelo estresada por el estudio

Beatriz Sevilla Ortega
Funcionaria del Cuerpo de Gestión de la Administración Civil del Estado. Ex opositora en el CEF.-.

Oposiciones

A todos nos ha pasado. Aprobamos una oposición y no dejamos de escuchar el mismo comentario que, por inercia, nos hacen amigos y conocidos: “¿Eres funcionario? ¡Qué suerte!”.

La Real Academia Española define la “suerte” como el “encadenamiento de sucesos, considerado como fortuito o casual”. En una segunda acepción, se refiere a ella como la “circunstancia de ser, por mera casualidad, favorable o adverso a alguien o algo lo que ocurre o sucede”. Aprobar una oposición es el resultado de muchas cosas, pero no es fruto de un suceso fortuito ni de la mera casualidad. Aunque solo los que hemos pasado por ahí conocemos el coste de opositar.

Sin duda existe un coste económico derivado de la compra de los temarios (y sus actualizaciones) y de las mensualidades de una academia o, en su caso, los honorarios de un preparador. Por no hablar del resto de gastos: libros de apoyo, material de papelería o tasas por derechos de examen, entre otros.

En segundo lugar, pero no menos importante, está el coste psicológico. La cabeza puede ser nuestra peor aliada y, durante los años de oposición, nos regalará un sentimiento de culpabilidad constante: por no haber cumplido los objetivos de estudio diarios, por habernos despertado una hora más tarde e incluso por tomarnos un (merecido e imprescindible) día de descanso. Por ello, no es extraño encontrarse con opositores que buscan ayuda psicológica durante este camino.

Luego está el coste de oportunidad, que podemos definir como el coste de la alternativa a la que renunciamos cuando tomamos una determinada decisión, incluyendo los beneficios que esa opción alternativa nos habría reportado. A la hora de opositar, la principal disyuntiva que se nos plantea es: ¿opositamos a plena dedicación (aun a riesgo de dejar de percibir ingresos) o compaginamos trabajo con estudio (asumiendo una doble jornada laboral)? Cualquier alternativa es válida, pues dependerá de las circunstancias personales, familiares y económicas de cada opositor.  Y, si tienes este dilema, te diré un secreto: es posible que tu cabeza te haga sentir culpable con cualquiera de las alternativas. Así que, una vez analizado tu coste de oportunidad, toma una decisión y ve a por todas.

También hay que mencionar esos planes a los que renunciamos mientras estamos estudiando. Y no hablo ya de los habituales: una comida con amigos, un concierto, un viaje o un cumpleaños. Llegados a un punto, eso es lo de menos. Quienes hemos tomado la decisión de opositar tras años de desencanto trabajando en la privada, ya rondamos la treintena. Nuestros planes para esta edad eran independizarnos, casarnos o tener hijos. Pero, de repente, nuestro presente se congela y nuestras metas vitales también, bajo la promesa de que, si aprobamos -aunque nadie nos asegura cuándo-, podremos llevar a cabo todos esos planes con más garantías. A la crudeza de aplazar esos planes se suma que las vidas de nuestros familiares y amigos avanzan mientras la nuestra permanece en stand by. Y las comparaciones son odiosas, pero inevitables.

Cuando arranca la convocatoria, el estudio ha de ser más intenso, pero el desgaste psicológico también va en aumento. Al llegar a escasos metros de la meta, el día del último examen tendremos una “falsa” sensación de que todo ha acabado: puede que ya seamos funcionarios sin saberlo, o puede que tengamos que regresar a la casilla de salida.

Lo verdaderamente angustioso es que pasan meses hasta que se publica esa última nota que determina nuestro futuro (en mi caso, pasó casi un año). Noches sin dormir, pesadillas o el castigo que nos brindamos a nosotros mismos cada vez que advertimos un nuevo fallo en nuestro examen oficial. Por paradójico que parezca, ese tiempo de espera puede ser aún peor que los años de intenso estudio.

Mi tiempo de espera acabó bien. Aprobé a la primera (y aun así, el proceso fue durísimo). Por eso, desde aquí quiero reiterar mi más sincera admiración a todos los que tuvieron que sobreponerse tras uno o varios suspensos, a las admirables y valientes “opomamis” o a aquellos que al aprobar obtuvieron plaza a cientos de kilómetros de casa. Sin duda, su coste de opositar fue mucho más alto que el mío, pero eso daría para otro artículo…

Mi aprobado y el de todos ellos es fruto de muchas cosas: esfuerzo, disciplina, fuerza de voluntad, inversión económica, gestión de la frustración o el arte de lidiar con nuestros peores pensamientos. Pero no es fruto de la suerte (la suerte no se sabe el temario).

Si estás opositando, solo quiero decirte que te admiro porque has entendido que el sacrificio que haces hoy no es una renuncia, sino una inversión en tu futuro. Pero cuando logres tu objetivo (porque, créeme, lo harás) no te quedes callado cuando alguien te diga que has tenido suerte.

¡Nos vemos en la Administración!