Emprendedor y empresario, conceptos distintos y en ocasiones distantes

Emprendedores

José Manuel Aguilar
Economista. Miembro de la ACEF.- UDIMA

Emprendimiento

Entré en la facultad de económicas de la UAB en el año 1992, donde permanecí cinco años optimizando funciones de todo tipo con grandes sacerdocios matemáticos y hoy, 28 años después, tras una densa trayectoria profesional, con errores y aciertos, filias y fobias, tengo la firme convicción de ser un hombre de empresa, concibiéndola como un programa de maximización de beneficios y duración ilimitada. Estoy entrenado para medir rentabilidades, cumplir normativas, optimizar plazos de maduración y recursos, cuantificar necesidades financieras y planificar la operativa anticipándome siempre a los acontecimientos. Alterné el ejercicio profesional con formación posuniversitaria en el CEF.- de Barcelona, con la realización de dos másteres y números cursos de alta especialización en materia fiscal y contable. Me debo profesionalmente a ellos en buena medida y no quiero desa­provechar la ocasión para enviar un afectuoso saludo a todo el equipo de Barcelona y Madrid.

En estos últimos años he asistido, ojiplático y estupefacto, a una nueva hornada de emprendedores para los que las cuestiones antes reseñadas, a pesar de ser necesidades apodícticas para cualquier economista avezado, no son más que cursiladas y discursos bizantinos. Algunos de estos emprendedores se erigen en medios de comunicación como grandes profetas de los nuevos tiempos o gurús del nuevo paradigma de economías colaborativas emergentes, pero que nadie se llame a engaño porque en muchos casos no son más que un vulgar y anodino ejemplo del clásico modelo del estraperlo inspirado en la atávica cultura del pelotazo. Yo diría que ni tan siquiera son empresarios y podría citar entrevistas concretas en medios de comunicación que alcanzan un nivel de cinismo que no se conoce desde los tiempos de Viriato de Roma, pero no creo sea buena idea jugarse una demanda, muchos de ustedes seguro que han conocido casos concretos.

En la definición etimológica del concepto de empresario, encontramos al agente económico que interviene en el mercado ordenando factores productivos por cuenta propia, con el objetivo de obtener unos beneficios o remanentes económicos, asumiendo para ello el riesgo y ventura y el ius variandi inherente a los mismos. Tradicionalmente y con los matices que se quiera, siempre hemos identificado esa figura con la de un inversor que participa en los fondos propios de una compañía a cambio de una rentabilidad futura.

Pues bien, para buena parte de esta casta de emprendedores no se cumple ni la primera condición. No solo no arriesgan su patrimonio personal limitándose a constituir sociedades mercantiles con el quantum legal mínimo de capital social, sino que incluso se asignan pingues retribuciones económicas condenando a las compañías a la indigencia y mediocridad financiera y llevándolas, en muchas ocasiones, a límites de extenuación económica.

“Siempre hemos identificado al empresario con un inversor que participa en los fondos propios de una compañía a cambio de una rentabilidad futura”

No son empresarios, porque confunden proyectos empresariales con proyectos de contenido meramente patrimonial. Por proyecto empresarial debe entenderse aquel orientado a la obtención de un resultado máximo que implique tácitamente los menores costes y la estructura más eficiente, es decir, aquel concebido para maximizar el beneficio. La función objetivo de estos pseudoempresarios no está en los beneficios de la compañía ni presentes ni futuros, radica exclusivamente en la rentabilidad de su cartera de acciones. Para ellos la empresa no es más que la forma jurídica o el envoltorio de un proyecto patrimonial consistente en obtener el máximo rendimiento de sus acciones ante una eventual venta de las mismas. El objetivo económico que persiguen es cortoplacista a la vez que apócrifo y falacioso, está inspirado en el cínico propósito de obtener el mayor beneficio posible, pero no vía dividendos, sino con la plusvalía derivada de la venta de sus acciones al mejor postor, una vez culminado su cénit o punto óptimo de cocción.

Esta cultura empresarial o, quizás, falta de cultura empresarial, atenta contra principios financieros rectores sacrosantos, como los de empresa en funcionamiento, y lleva a soslayar aspectos cruciales como son la propia organización interna de la empresa, su productividad media y marginal, así como los procesos internos de gestión, siendo todas ellas cuestiones, cuya inobservancia redunda indefectiblemente en la creación de organizaciones con climas laborales hostiles, enrarecidos y con elevadas tasas de rotación y contingencias. Pero como dijo Shakespeare, ¡mucho ruido y pocas nueces! Para estos cuasiempresarios, la finalidad es conseguir unas tasas de crecimiento económico vertiginosas, tendencias alcistas artificiosas en ingresos y poco consolidadas con la finalidad de elevar el valor de sus inversiones, a cualquier precio y de cualquier manera.

Paso firme e inmisericorde, y de fracaso en fracaso hasta la victoria final, que no es otra cosa que el enriquecimiento de los socios de la compañía, que, como les digo, se rige por principios o guarismos económicos patrimoniales y cortoplacistas. Crecer, crecer, crecer y crecer a toda costa es el leitmotiv de estas sociedades para elevar el valor de sus inversiones con el esperpéntico sistema de los múltiplos comparables sobre ventas y colocar el pastel a algún inversor despistado que multiplique su ínfimo desembolso inicial x15, x20 o quizás x50, y mientras esto ocurre no se olviden ustedes de pagarles sus estratosféricos estipendios.

En este contexto, cuestiones tales como progreso o estabilidad de los empleados, creación de riqueza o bonhomía financiera son entelequias y ensoñaciones freudianas. Lo único que prima es la cuenta corriente de los socios, que no la compañía, y si en el proyecto no funcionara a ese nivel, no se preocupen ustedes, que pagando san Pedro canta la Traviata de Verdi, y ya se encargarán los abogados de buscar la insolvencia sobrevenida que permita refugiar a los administradores en los vericuetos de la ley concursal.

Desde luego mi apuesta profesional como asesor estará enfocada en el futuro, al empresario de verdad, que vele por los intereses de su compañía, por capitalizarla adecuadamente, que respete su propia personalidad jurídica y tenga visión de futuro. Apoyamos a los empresarios inteligentes, aquellos que saben que la mejor manera de defender sus intereses económicos es apostar en firme por el futuro de su compañía, por sus empleados, y, en definitiva, a aquellos que estén orientados al éxito y la excelencia de su negocio. ¡Les ayudaré a que cobren muchos dividendos!