El espejo traslúcido de Roma en La Mancha: Segóbriga
Jorge Rejón Díez
Máster en Edición por la UCM.
Ocio y cultura
En ocasiones solo hay que alejarse un tanto de los focos de los lugares renombrados para descubrir otros parajes cargados de relevancia histórica y patrimonial. A unas pocas leguas al sur de Madrid, en el camino a la costa levantina, una genuina ciudad romana de relevancia nos espera en la provincia de Cuenca, Segóbriga, municipio que nació celtibérico, se convirtió en romano y desde entonces hasta nuestros días ha permanecido sin querer tener otra identidad.
Y es que si buscamos ahora alguna localidad llamada Segóbriga, es probable que nos cueste un tanto dar con ella. La brújula de nuestro navegador nos dirigirá, sin proponérnoslo, hacia Saelices, pueblo conquense que es el término municipal donde se “empadrona” nuestra ciudad. Porque cuando Segóbriga decidió convertirse en romana hizo un juramento eterno. O Roma o nada. Y cuando Roma se diluyó quedó la nada. A diferencia de otras ciudades fundadas por ella en Hispania, como Córdoba o Mérida, en Segóbriga no hubo una continuidad poblacional, no se desarrollaron nuevas urbes superpuestas a la romana, con lo que su identidad se ha mantenido con el paso de los siglos.
Pero antes de ese “juramento”, otros pueblos dominaron el solar. La toponimia nos ayuda a ponernos en situación. Dos términos son los que dan nombre a la ciudad, sego (victoria) y briga (ciudad), ambos de origen celtibérico. Y nada menos que caput Celtiberiae es como la citan Estrabón en su Geografía y Plinio el Viejo en su Historia natural, por estar situada al comienzo de la Celtiberia y ser lugar de relevancia debido a las explotaciones mineras en sus inmediaciones. No será el oro o la plata en esta ocasión, sino el lapis specularis -el yeso cristalizado- lo que hará de Segóbriga un ciudad de renombre. Este mineral, de fácil procesado por su blandura y con propiedades traslúcidas, servía, entre otros usos, para la cubrición de vanos y ventanas.
Sin embargo, cuando en la península Ibérica las águilas republicanas desplieguen sus alas, lo que en otro tiempo fue un oppidum celtibérico no dudó en convertirse en municipium romano, categoría que adquirió ya en tiempos del emperador Augusto, momento en el que la ciudad inició su despegue como centro productor minero y nudo de comunicaciones, en comunicación directa con el Mediterráneo a través de Cartago Nova y en la ruta hacia Toletum o Complutum.
Conocidos a “vuelo de águila” estos antecedentes, es momento de poner el pie en este terreno mesetario. Entremos en esta pequeña Roma que sale a nuestro encuentro entre páramos romos y meandros ocultos.
El turismo no es un invento moderno
Al aproximarnos a Segóbriga desde su centro de interpretación lo primero que observamos es un conglomerado de sillería. Filas superpuestas de piedra que se confunden con el entorno, a modo de ladera labrada en piedra grisácea. Cuando nos situamos a sus pies descubrimos lo que en realidad es: una cavea completa de un espléndido teatro romano. Filas de asientos que conservan su división en tres niveles, separados al igual que las clases sociales de la época. Y todo en torno a la orchestra semicircular, que mantiene su integridad.
Construido en época de los emperadores Vespasiano y Tito (los mismos que erigieron el Coliseo romano), su capacidad llegaba a los 2.500 espectadores, lo que supondría que posiblemente todos los habitantes de la ciudad tuvieran cabida en él. Esto nos da a entender que, al igual que ocurre en la actualidad con nuestros coliseos modernos, las representaciones atraían a pobladores de los alrededores y de otros lugares de Hispania. Y es que el concepto de turismo, de viajero tal vez mejor, ya existía en la Roma antigua.
Para corroborarlo solo tendremos que girar sobre nosotros mismos desde lo que fuera el escenario del teatro y descubrir su “doble”, el anfiteatro, situado algo más abajo, en los pies del cerro que ocupaba Segóbriga. Tal vez no tan esplendoroso como los anfiteatros de Mérida o de Itálica, se le ha calculado una capacidad también doble que la de su vecino, hasta 5.000 espectadores. Su arena, sin embargo, todavía hoy podría albergar espectáculos públicos, sin que fueran necesariamente sangrientos. Con sangre real o ficticia… Sí, las luchas entre gladiadores también usaban artificios como bolsas de sangre que explotaban en el momento preciso para una mayor teatralidad. ¡Bienvenidos al espectáculo!
Y para cerrar el círculo del ocio, terminamos con una elíptica: el circo, el estadio de las carreras de bigas y cuadrigas, un espectáculo que levantaba pasiones en la Roma clásica y de la que Segóbriga no era ajena. Situado en la periferia de la urbe y construido en la época del bajo imperio, nunca llegó a concluirse y fue el primer edificio en desmontarse. Hoy solo es apreciable su trazado. No debemos olvidar que muchos edificios romanos fueron desapareciendo al convertirse en canteras para los edificios de nueva planta. En este caso el beneficiado fue el cercano monasterio de Uclés, erigido a comienzos del Renacimiento.
Todos estos edificios se localizaban extramuros de la ciudad, pues sus dimensiones demandaban grandes espacios. En su interior todavía nos quedaría por conocer el foro, las dos termas de la ciudad, con su palestra perfectamente identificada en una de ellas, la basílica y otros edificios singulares que reproducían los estilos y gustos de la Roma en la que Segóbriga se miraba. Y todo gracias a un “espejo traslúcido”, el citado unas líneas más arriba lapis specularis, mineral que fue la fuente de prosperidad de una ciudad que se convirtió en romana y que ya nunca más quiso ser otra cosa.