Ikastola o la historia de la educación contemporánea en el País Vasco
Laura Lara Martínez
Profesora de Historia Contemporánea de la UDIMA
Cada día percibo en mi labor docente e investigadora en la universidad cómo la historia de la educación se convierte en el espejo de un tiempo, de aquel en el que cada escuela existió. Y esta aseveración cronológica es extrapolable también en el ámbito geográfico, algo que se refleja en la propia estética del inmueble escolar: estaciones de ferrocarril y aulas comparten la idiosincrasia del lugar en un claro ejemplo de arquitectura regional.
La empatía o identidad con el ecosistema no solo se circunscribe al exterior, la atmósfera local impregna el aulario, la retórica del maestro y la predisposición del alumnado a conocer más de aquello que puede aprehender con sus propios sentidos. En este artículo, focalizaremos el microscopio en el análisis de unas escuelas enraizadas con la orografía de esos Montes vascos que fueran cuna de san Ignacio de Loyola, fundador de la siempre educadora Compañía de Jesús.
Los centros escolares objeto de nuestra investigación han hecho del euskera su principal seña de identidad en aras de la difusión de la cultura de su entorno. En pleno apogeo del nacionalismo vasco, coincidiendo con la Europa de la Gran Guerra, se fundó la primera ikastola, creándose en 1932 la primera asociación de las mismas. La Guerra Civil y el fin de la Segunda República pusieron término a esta experiencia original de conservación del legado autóctono. Ante la diglosia impuesta por el franquismo, es decir, la preponderancia de una lengua (el castellano) sobre el resto de las existentes en suelo hispano, las ikastolas fueron clausuradas, si bien algunos padres se organizaron para enseñar a sus hijos euskera clandestinamente. Así, Elvira Zipitria (1906–1982) daría clases en su propio domicilio de San Sebastián desde 1943, eran tiempos difíciles, de autarquía, aislamiento y represión hacia todo elemento disidente de la norma dictatorial.
La década de los cincuenta, con el Concordato y los pactos con Estados Unidos de 1953, así como con el fin del veto a España en la ONU en 1950 y su ingreso efectivo en las Naciones Unidas en 1955, marca el inicio del aperturismo, afianzado en el plano económico con el Plan de Estabilización de 1959. El hambre de la posguerra va quedando atrás, España invierte en polos de desarrollo para el despegue industrial y, en esa política, el País Vasco se convierte en un espacio privilegiado; no en vano, en el marco de la España rural, el espacio irradiado por el árbol de Guernica ya venía destacando como área protoindustrial.
La escuela debe de ser respetada como un espacio libre de pensamiento y nunca debe ser instrumentalizada
La demanda de aprender vascuence crecía a medida que el franquismo iba madurando hacia la apertura, más impuesta por la conveniencia con los países extranjeros que por el respeto de los derechos humanos. De este modo, entre 1960 y 1975 proliferaron las ikastolas. Eran tiempos convulsos, pues también comenzaba su actividad por aquellos años la asesina organización terrorista ETA. Pero la cultura siempre se halla en las antípodas de la sinrazón de la barbarie.
La prohibición del régimen a este tipo de escuelas donde la formación se realizaba en otro idioma distinto al castellano fue paliada a partir de 1965 bajo el amparo de la iglesia católica, vinculando dichos centros a órdenes religiosas o parroquias, o adscribiéndolos a colegios públicos ya que, de lo contrario, los alumnos no podían obtener el libro de escolaridad que los habilitaba para proseguir sus estudios medios y superiores. Algo similar a lo que aconteció en la Segunda República cuando, ante la prohibición de la existencia de colegios religiosos, los padres de familia crearon asociaciones que enmascaraban dicha condición, aun cuando fueran los mismos frailes o monjas vestidos de seglares quienes impartieran la enseñanza.
Un decreto gubernativo mostraba en 1968 el elevado volumen de niños escolarizados en las ikastolas, siendo fundada un año después la Federación Diocesana de Ikastolas, que se haría secular en la democracia. También fueron surgiendo en Navarra, en Castilla y León (concretamente, en el enclave de Treviño) y en el País Vasco francés, empleando como lengua vehicular el euskera, debiendo de ser diferenciadas de otras que más bien actuaban como cooperativas de trabajadores. Ya en la España posconstitucional, la Consejería de Educación del Gobierno Vasco firmó con el Ministerio de Educación el Convenio de Ikastolas en 1980, regularizándose 1.738 aulas en el País Vasco. Posteriormente, con la aprobación de la Ley de la Escuela Pública Vasca en 1993, un grupo de ikastolas se integraron en la red educativa pública, manteniendo la denominación de ikastola, mientras que el resto son colegios privados con régimen de concierto.
El bilingüismo es un derecho de las regiones que cuentan con la riqueza que conlleva una lengua autóctona, que no debe resultar incompatible con el español, pero tampoco eliminar a este. La convivencia es posible, también en el terreno filológico. La escuela debe de ser respetada como un espacio libre de pensamiento y nunca debe ser instrumentalizada; el nacionalismo debe de estar fuera de las aulas. La ikastola, como todo producto humano, tiene sus logros, pero también sus carencias. El idioma es la bandera cultural de una nación y las lenguas pueden coexistir en paz al igual que los mástiles con las enseñas nacionales, autonómicas y locales se exhiben en el balcón. De lo que no cabe duda es que las ikastolas han contribuido a forjar la identidad social en el País Vasco, como la Semana Santa en Andalucía o la jota en Aragón. Y es que el espíritu de Fuenteovejuna ha actuado por doquier en la historia de nuestro país...