Yo Leonardo

Leonardo

Javier de la Nava
Profesor de Macroeconomía y Gestión de Riesgos del Grupo Educativo CEF.- UDIMA.

Historia

El pasado 2 de mayo se cumplió el cuarto centenario de aquel 2 de mayo de 1519, fecha del fallecimiento del genial Leonardo. El Renacimiento se apagó con él. Aunó capacidad de observación e intuición, imprescindibles para adentrarse en los misterios de la ciencia y descubrirlos. Pintó como nadie y fue el mayor obrero de la inteligencia que ha conocido la historia del mundo.

El sábado 15 de abril de 1452, a las tres de la madrugada, vine al mundo en una humilde granja de la aldea de Vinci, en plena Toscana, a pocos kilómetros de Florencia. Caterina, mi madre, era una hermosa adolescente que había sido seducida por micer Piero, un joven notario, que se negó a casarse con ella. Entonces, los hijos bastardos eran habituales e incluso se les reconocían derechos. Mi abuelo paterno, ser Antonio, asumió mi manutención. Caballero respetuoso de las formas, pagó a Piero del Vacca para que aceptara casarse con mi madre, de quien me apartaron con cinco años para ser educado por mi abuela paterna, Lucia. Al no poder tomar leche materna, la recibí de una cabra recién parida propiedad de una vieja vecina, considerada como bruja en la aldea.

Aprendí a leer y escribir rápidamente empleando la mano izquierda, lo que acrecentó las acusaciones de “joven brujo”. Me entusiasmaban las manualidades y dibujar figuras en el barro. Observaba el desplazamiento de las nubes, el agua, las hormigas y el revoloteo de las abejas entre las flores. Pronto comprendí los fenómenos naturales. Amaba tan profundamente a los animales, que decidí no volver a comer carne desde que presencié la matanza de un cerdo entre sus estremecedores gruñidos. Fascinado por una cercana construcción la dibujaba a diario. Al ver los carboncillos, su arquitecto quedó tan sorprendido que me hizo su ayudante. Con doce años manejaba el goniómetro y profundicé en álgebra, física y mecánica. A los catorce me fui a vivir a Florencia con mi padre. Apoyado por mi madastra, fui discípulo de Pier Paolo Toscanelli, quien me enseñó astronomía, astrofísica y cosmología, fundir metales y fabricar colores al mezclar tierra, plantas y líquidos. Leí libros prohibidos de autores proscritos. Más tarde, entré en el taller del gran maestro Verrocchio, célebre escultor, pintor y orfebre. Allí amplié conocimientos de anatomía, tocar instrumentos musicales, urbanismo y armamento. La pintura es hija legítima de la Naturaleza. Figuras, color, lejanía o proximidad, movimiento y reposo son percibidas por el espectador. Estudié los efectos de la luz y a manejar la perspectiva a través de cinco términos matemáticos: punto, línea, ángulo, superficie y cuerpo. En un fondo oscuro, las figuras humanas adquieren mayor volumen. En 1475 pinté “La virgen del clavel”, creando energía y fuerza mediante la luz y sus reflejos. Para dar sensación de movimiento, transformé las líneas horizontales en verticales, innovación técnica que sorprendió y entusiasmó a mi propio maestro.

Junto a otros dos jóvenes se me acusó de practicar sodomía, aunque fui absuelto. Me refugié en la ciencia, el arte y la filosofía. Comencé a escribir de forma invertida y hacia la izquierda, por eso mis textos solo se pueden leer utilizando un espejo. Con frenética intensidad dibujaba norias, máquinas, obras hidráulicas e ingenios bélicos. De incógnito recorría la ciudad en busca de rostros y figuras con facciones exageradas, reflejo de los siete pecados capitales o de emociones exacerbadas como la locura.

A finales del siglo XV, multitud de principados y repúblicas componían Italia. Estados Vaticanos, Reino de Nápoles, Ducado de Milán, República de Venecia y República de Florencia eran los principales. Poderosas familias intentaban incrementar sus dominios mediante tramas criminales e intrigas. Fue una época muy difícil, mi padre tuvo hijos con su tercera esposa, mi abuelo había muerto y el dinero escaseaba. Mi dispersión mental y carácter inconformista no hacían fácil ser elegido por los mecenas. Me fui a Milán a trabajar para Ludovico el Moro. Cruel e intrigante se jactaba: “Tengo al papa como capellán, al emperador como consejero y al rey de Francia como mi cartero”. Diseñé armamento, como un carro blindado con hoces y cuchillas laterales y torreta de observación. Mortíferos avances que contradecían mi espíritu antibelicista. Realicé “La dama con armiño” y dos versiones de “La virgen de las rocas”. En el bosque de esta pintura dibujé un perro con correa, solapada acusación de la corrupción del papado. Más tarde Ludovico me encargó “La santa cena” para el refectorio de Santa Maria delle Grazie. Tardé tres años en pintar el fresco que recoge el inquietante momento en que Jesús anunció: “Uno de vosotros me traicionará”. Los apóstoles se conmocionan: Pedro empuña un cuchillo, Judas aprieta la bolsa de monedas, interrogador Tomás alza un dedo, Mateo, Simón y Tadeo buscan respuestas. La inquietud invade el conjunto, al que di perspectiva mediante líneas diagonales que convergen en Jesús.

El ejército francés, apoyado por los Estados Pontificios, invadió Lombardía. Ludovico huyó. Permanecí en Milán entretenido en trabajos menores: construí lentes y gafas, y profundicé en matemáticas animado por el franciscano Luca Pacioli, así descubrí las proporciones del cuerpo humano, plasmadas en “El hombre de Vitruvio”.

Con cuarenta y ocho años arribé a Venecia contratado como ingeniero para defender la ciudad de un ataque turco: esclusas móviles y soportes dentados inundarían algunas zonas. Para sabotear los barcos enemigos diseñé un traje para respirar sumergido mediante un saco lleno de aire; portaría cuchillo para cortar redes y un taladro para abrir vías de agua en los barcos. César Borgia, hijo del papa Alejandro VI, nombrado arzobispo a los dieciséis años, soñaba unificar Italia. A su servicio construí palacios, iglesias, bibliotecas y escuelas. En una tregua, conocí a Nicolás Maquiavelo. Descubrí que era espía pero no lo denuncié por ser paisano de la Alta Toscana. El 13 de junio de 1502, César Borgia entró triunfal en Roma, pero un año después, Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, lo apresó y trasladó a España. Escapó y murió luchando en Navarra.

Estudié las aves para escribir el Tratado de los Pájaros, donde concluí que el hombre podría volar. Mi obsesión por la perfección me hizo caer en profunda depresión. Ya pasaba de los cincuenta y consideré que los errores enseñan más que de los aciertos. Altamente endeudado realicé retratos de encargos como “La Gioconda”. Mona Lisa Gherardini era una patricia florentina casada con Francesco del Giocondo, rico comerciante. Posó durante cuatro años y contraté músicos para que no se cansara.

La situación en Italia era inquietante, Francia dominaba el norte, España el sur y el Vaticano controlaba el centro. Al comenzar 1509 me puse al servicio del rey de Francia, que pagó todas mis deudas. Contraje malaria de la que me curé con mis propios medios. Tras una temporada en Roma, al servicio del papa, regresé a Francia por la que sentía veneración. Aconsejé a Francisco I,

diseñé sistemas de regadío en el río Loira, construí casas prefabricadas para los más humildes y organicé los festejos del matrimonio de la hija del rey con Lorenzo de Medici. Con gran esfuerzo por una parálisis parcial que me impedía pintar, pinté un último autorretrato, rostro de un anciano majestuoso, con ojos vivos, boca severa y displicente y arrugas en la cara. Ante la cercanía de la muerte volví a la religión, redacté mi testamento, me reconcilié con mi familia y dispuse mi entierro, setenta pobres remunerados acompañaron mi cuerpo con cirios encendidos.