Velázquez se domicilia en Madrid
Jorge Rejón Díez
Máster en Edición por la UCM
Ocio y cultura
Cuando cualquiera de nosotros oímos hablar de Velázquez, seguramente de manera automática pensemos en el pintor del Siglo de Oro español y, a continuación, es muy probable que si buscamos en nuestra memoria alguna de sus pinturas más famosas, se nos vengan a la cabeza “Las meninas” o “La rendición de Breda”, entre otras.
Siguiendo con esta asociación de ideas, hablar de estas obras maestras de la pintura nos puede situar en un sitio emblemático de la cultura, también conocido por todos como es el Museo de Prado, porque a Diego Velázquez, si hubiera que ponerle en la actualidad en relación con algún lugar o institución, ese sería sin duda con la primera pinacoteca nacional.
Nuestro pintor es uno de los protagonistas del museo y, de hecho, su distinguido porte nos recibe en la puerta central del edificio de Villanueva, sirviendo su broncínea presencia como indicativo de que a sus espaldas podemos encontrar lo más granado de su producción artística.
Sin embargo, no quiere nuestro pintor ceñirse a estar presente solo a las puertas de la noble institución. Su condición de caballero de la mismísima Orden de Santiago también quiere ponerla en valor, y qué mejor manera de hacerlo que a lomos de un caballo cual caballero que fue… Pues así es, el ilustre don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez cuenta con su propia efigie a lomos de un brioso corcel que “cabalga” por las calles de Madrid.
Si nuestros lectores desconocen su ubicación, tendrán que buscar en la zona noroeste de la capital y adentrarse en la Ciudad Universitaria para toparse con la solemne imagen del pintor, en una composición artística conmemorativa que ya quisieran para sí muchos de nuestros más afamados generales. Allí, entre elevados troncos de verde esplendor se asienta una insólita estatua del que está considerado como uno de nuestros mejores pintores, si no el mejor.
¿Qué ha llevado al más afamado de los artistas sevillanos a asentarse en tan docto lugar? Una vez que hayamos localizado su posicionamiento no tendremos más que darnos la vuelta para entenderlo: el señor Velázquez ha llegado a su casa, la Casa de Velázquez, un edifico de corte clásico en el corazón de la Ciudad Universitaria madrileña, vecino, nada menos, que del Palacio de la Moncloa.
Sin embargo, no podremos buscar en este lugar la que hubiera podido ser vivienda del pintor, de manera similar a la que podamos encontrar en su Sevilla natal. Los derroteros no nos llevan hacia el sur, sino más bien en dirección norte, más allá de los Pirineos. Porque el lugar conocido como Casa de Velázquez es en realidad una institución cultural francesa dependiente del Ministerio de Enseñanza Superior, Investigación e Innovación, dedicada al estudio del hispanismo.
La Casa, aunque no llegara a acoger a su “titular”, no obstante acoge a otros artistas, contemporáneos esta vez (sería difícil que fuera de otra forma), puesto que es un centro de creación artística, a la vez que también cumple una segunda función como centro de investigación. Su denominación responde a que Velázquez era el pintor de moda entre los académicos franceses en el momento de su fundación, en los años veinte. La leyenda contará después que ese emplazamiento, frente a la Sierra de Guadarrama, era el lugar preferido de Velázquez para instalar su caballete.
Y si en época de nuestro pintor fue Felipe IV el que protegió y patrocinó su obra, otro rey, esta vez Alfonso XIII, será el que haga posible que la Casa de Velázquez tenga un lugar donde establecer sus cimientos: en un terreno escogido en persona por el monarca en lo que más tarde iba a convertirse en la Ciudad Universitaria, que sería cedido a Francia en usufructo a partir de 1920, a condición de que se construyese una residencia para jóvenes artistas y jóvenes investigadores. De hecho se convertiría en el primer edificio del futuro campus universitario.
En la década siguiente, cuando el proyecto ya estaba plenamente consolidado, la desgracia llamó a la puerta: estallaba la Guerra Civil con consecuencias desastrosas para el inmueble. Situado en primera línea del frente durante la batalla de Madrid (noviembre de 1936), fue incendiado y parcialmente destruido. Hubo que esperar hasta el año 1959 para verlo reconstruido y en todo su esplendor, en especial su monumental patio central, abierto en uno de sus lados a los extensos jardines à la française.
A partir de ahora, por tanto, y enlazando con lo dicho en las primeras líneas, cuando pasemos por el paseo del Prado madrileño y contemplemos la noble estampa de nuestro más noble pintor, pensemos que su memoria está presente también en otros lugares, de Madrid, sí, pero también mucho más allá de nuestras fronteras.