Hay secretos que jamás deben dejar de serlo
Javier de la Nava
Profesor de Macroeconomía y Gestión de Riesgos del Grupo Educativo CEF.- UDIMA.
Historia
La Habana, cual "madre pródiga", acoge al visitante, con el pulso acompasado al vaivén de las olas de un mar omnipresente, testigo de un esplendoroso pasado, un presente vital e incierto futuro. Majestuosa, muestra orgullosa su decrepitud y envuelve los dramas de sus habitantes que "resuelven" con ingenio sus carencias. Esta singular forma de vida se percibe en el Malecón, "límite entre lo moribundo y lo apacible, donde los que se sientan mirando a la ciudad contemplan la vida de los otros y los que miran al mar se contemplan a sí mismos", como define el escritor Leonardo Padura, quintaesencia del sentimiento habanero. El decadente glamour de La Habana Vieja, Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, se entrega con música y colorido a preparar el quinto centenario de su fundación. El 16 de noviembre de 1519, en la Plaza de Armas, se celebró la primera misa y primer cabildo de San Cristóbal de La Habana, sexta villa de la isla, "la tierra más hermosa que ojos humanos vieran" según Colón.
Para los cubanos el hito más importante vivido en este periodo fue la Revolución que instauró el actual régimen político y la triunfante entrada en la capital de los "barbudos" encabezados por el Comandante Fidel Castro, el 1 de enero de 1959. Pero los españoles tenemos en nuestra memoria, el no aclarado hundimiento del acorazado Maine en la bahía habanera, detonante de un desigual conflicto bélico con Estados Unidos. En la bahía de Santiago, el teniente Wainwright, comandante del Gloucester, aceptó la rendición del almirante español, desde el buque insignia Infanta María Teresa. Meses después, el 6 de diciembre de 1898, España capituló y perdió Cuba, la perla de las Antillas. Allí quedaron vicios, virtudes, cultura, palacios, conventos y descendencia de unos pioneros embrujados por el trópico.
¿Qué fue lo que realmente ocurrió? A las diez menos veinte de la noche del 15 de febrero de 1898, martes de carnaval, una colosal explosión sacudió la bahía de La Habana. Doscientos sesenta y cinco hombres murieron o desaparecieron y solo veintinueve tripulantes sobrevivieron. Veinte días antes, ante la atónita mirada de la guarnición española del Castillo de El Morro, el Maine entraba con la marinería en sus puestos de combate. Aunque el capitán Sigsbee no portaba la patente sanitaria, obligada por el peligro de fiebre amarilla, se autorizó su amarre en la boya número 4. Justificaba su presencia para proteger a los ciudadanos estadounidenses residentes en la isla. Los corresponsales, la mayoría espías al servicio de Washington, pregonaban atrocidades españolas, "ni los apaches cometían crímenes tan horrendos" publicó New York World. El asistente general de la Marina USA, Theodore Roosevelt, había escrito "Ansío que se presente la ocasión para que el Maine actúe contra alguna potencia extranjera; preferentemente contra Alemania, pero si no se ofreciera nada mejor señalaría a España". El buque hundido fue mudo testigo de una guerra, alentada por la prensa sensacionalista. La consigna "Remember the Maine" fomentó la furia belicosa. Congreso y Senado norteamericanos declararon la guerra a España y reconocieron la independencia de la República de Cuba. "Al fin", titulaba a toda página el diario Sun. En esta primera guerra de Estados Unidos fuera de sus fronteras se alistaron ciento veinticinco mil soldados y ochenta barcos de guerra entraron en combate, frente a maltrechos buques hispanos.
¿Cuál fue la causa de la explosión del Maine? La Marina de Estados Unidos señalaba que fue provocada por una mina; el gobierno de la isla y la Marina española defendieron que aquella fue accidental. Años después, dos prestigiosos ingenieros, Hansen y Price, expertos en explosiones submarinas, presentaron un informe, ignorado por las autoridades norteamericanas que recogía: las minas disponibles en 1898 carecían de potencia para volar los pañoles del Maine; una de las carboneras del buque se incendió por la combustión interna del carbón bituminoso almacenado; una delgada plancha separaba la carbonera del pañol donde se amontonaban una gran cantidad de explosivos y, por último, la carrocería del buque estaba abierta hacia el exterior, inequívoca señal del origen interior de la deflagración. "Si al Maine le destruyó por una mina submarina, ¿por qué no se encontraron fragmentos de aquella?, declaró ante el Senado George W. Melville, contraalmirante jefe de la Sección de Propulsión a Vapor de la Marina.
España perdió Cuba y el orgullo de cuatro siglos en América se apagó para siempre. El presidente del gobierno español, Práxedes Mateo Sagasta, atemorizado y enfermo, se debatía ante el terrible dilema de guerra o deshonor. El Conde de Romanones recoge en sus memorias una frase pronunciada por Sagasta al referirse a las misteriosas causas del suceso, "Hay secretos que jamás deben dejar de serlo".