La velocidad del viento y la mentalidad humana
Carlos Bonilla García
Graduado en Historia. Máster en Formación del Profesorado de Educación Secundaria en la Especialidad de Geografía e Historia por la UDIMA
Literatura
La obra del Quijote fue escrita por uno de los más ilustres representantes del Siglo de Oro español y de reconocido prestigio internacional. Su número de lectores alcanzó tal cuota, que solo pudo ser superada por la Biblia. Prueba de ello son las cuantiosas lenguas en las que fue traducida. La primera publicación tuvo lugar en 1605 y la segunda parte en 1615.
La novela trata de las aventuras de un hidalgo y su escudero: don Alonso Quijano -conocido como don Quijote de la Mancha- y Sancho Panza. El desarrollo del conjunto de los capítulos versa sobre los lances que viven estos dos personajes en sus viajes, acaecidos la mayoría de las veces en tierra manchega. Cervantes interpreta en ellos dos tipos de mentalidad. La una ilusa, enraizada en un tiempo en donde la nobleza tenía un poder que perdió en la confección del Estado Moderno. Los valores que defiende don Quijote se resisten a desaparecer en la conciencia de una buena parte de la sociedad, viéndose reflejada en las novelas caballerescas de duelo, de palabra dada, de la sangre derramada por un imposible amor platónico o de la capacidad de mitificar aquello para lo que la razón no lograba cauce alguno. Sancho Panza es, empero, la visión práctica de la vida, sujeta a los intereses materiales, al pragmatismo adoptado como dogma para el buen proceder frente a la vida. Una vida entregada a la actitud ordinaria y cotidiana. Dos personajes y entre ambos un antagonismo continuo que otorga al lector licencia suficiente para pesquisar en una dilatada decadencia, a una España que se hallaba en cada uno de los espacios que puede permitir una frágil linde, es decir, entre el toledano filo acerado de reino y castillo y la pólvora de Trento.
Cabe la posibilidad de considerar, aunque de forma cuidadosamente prudente, los planteamientos epistemológicos en los que se sostiene la corriente materialista que defendió Marx. El pensador advirtió una continuidad económica y sobre todo social-estamentaria procedente del Medioevo y que se proyectó en los 300 años siguientes. Entendiéndolo de esta manera, la Edad Moderna pudo significar una larga transición hacia el modelo liberal-capitalista y es esta misma distancia temporal la que separaba la desigual concepción del mundo a la que estaban sujetos Sancho y don Quijote.
El motivo de la elección del episodio, para contextualizar el siglo XVI con la perspectiva del mundo de sus protagonistas en donde el hidalgo se enfrentó a unos molinos de viento -según interpretó el escudero-, parece caracterizar perfectamente aquella dualidad mental española de entonces. Una dualidad que se manifestaba en varios aspectos de la vida y que queda reflejada hoy en muchas de las obras de auge literario, cómplice del ocaso protervo que el destino previó para Europa y, más aún, para nuestro país.
La prosperidad del ingenio quebró el paisaje y segmentó la línea del horizonte manchego con la tecnología desarrollada en el país de los Austrias, simbolizando la mecánica productiva y con ello el creciente interés económico. Fueron emblema de los nuevos tiempos aquellos brazos de gigante -según interpretó el hidalgo- en donde el lienzo que empujaba las embarcaciones hacia las Américas, ahora también haría girar las aspas para hacer cautivo al viento en la tarea de la molienda. Y frente a ellos, dos personajes y dos formas diferentes de observarlo. Don Quijote se resiste a este nuevo escenario, al invento, al cambio, al progreso, anclado en la melancolía con el intento de retomar un tiempo que ya ha dejado de existir fuera de su mundo interior. Aier se fue, Mañana no ha llegado, Hoi se està iendo, sin parar un punto. Soi un fue i un serà, i un es cansado (Quevedo, F. (1668). El parnaso español y rimas castellanes. Recuperado el 2 de mayo de 2019 en: <http://bdh-rd.bne.es/viewer.vm?id=0000188749&page=1>). Así fue como Francisco de Quevedo describía todos aquellos polos opuestos que mantenían un difícil equilibrio de fuerzas: materia y espíritu, razón y locura, que se debatían en la Edad Moderna española.
El hidalgo caballero se enfrentó no solo a sus visiones, también al irreductible criterio que aturdía sin descanso su frágil armonía. Sancho Panza navegaba en un mar de calma que le concedía la simpleza de no cuestionar la vida más allá de lo tangible, o más aún, de lo que su capacidad reflexiva le permitía. Entre ambos, un universo de matices.
El Estado se anteponía al poder religioso escogiendo entre los distintos credos que le permitía el cristianismo, aquel que mejor le encajara y por ello, la guerra y la paz de las naciones europeas. La nueva estructura territorial, sólida, con fronteras menos elásticas, embajadas permanentes ya consolidadas, ejércitos reales y religión modelada a los intereses económicos de los Estados, era ya una realidad. El catolicismo europeo meridional protegido por el fuego del Santo Oficio, el protestantismo del norte proyectado en la austeridad de los muros sin lienzos de sus iglesias, el anglicanismo como mordaza para los aires provenientes de Roma, el calvinismo expatria frente al galicanismo permisivo tras la guerra francesa. Todo este panorama enlucía el amplio marco que la política de rectitud maquiavélica permitía, dibujando muy distintas formas de representar la Cruz frente a valores condicionados por el comercio, la frontera, la colonia y las haciendas reales. Pero para completar el escenario coyuntural que favoreció el esplendor de las letras españolas durante la dinastía de los Habsburgo, no es suficiente con tratar los cambios político-territoriales y religiosos. La crisis de la revolución de los precios asistió, sin ningún género de dudas, a acrecentar en la sociedad una moral más ligera de lastre, dando pie al desencanto y a la banalidad que nuestros literatos de entonces supieron aprovechar. La picaresca embutía estómagos a la par que musas. Frente a este horizonte, las pautas para alcanzar la salvación se tornaban borrosas y esquivas y las actitudes humanas se diluían en el hedonismo que permitía soportar el día a día. Los teatros y las tabernas albergaban tantos fieles como las parroquias y catedrales. Para desdén de la virtud, el casquivano abrazo del vicio y frente a esta propensión, el sentido estoico de algunos ministros, otra más de las contrarias posturas sociales en los siglos XVI y XVII.
Julio Lipsio sembró de tacitismo la voluntad de los altos cargos.
Conde-Duque de Olivares mantuvo su firmeza frente a las adversidades y devaneos que atenazaban sus ambiciosos proyectos, con el ejemplo a seguir del estoico Tácito. Pero la muestra de la postura antitética del rey frente a las medidas de su valido, se hallaba en el precio de las meretrices de reale pecunia de Felipe IV.
Entre el legado de Antonio Nebrija y Calderón de la Barca, muchos son los creadores que podríamos citar en relación a la majestuosidad de la obra en cuestión. Sin embargo, y aun a riesgo de cometer la imprudencia a la que suele arrojarnos y no sin razón el parangón con otros periodos históricos, quisiera concluir en las coincidencias que se reflejan en algunas de las obras de Arturo Pérez-Reverte. El escritor contemporáneo nos gratifica con aspectos similares en el contexto que envuelve al Capitán Alatriste, que no es sino el mismo que el que galopaba Rocinante hacia esos gigantes.
Frodistán, A. (2011). Historia de España en la Edad Moderna (pp. 440-442). Barcelona: Ariel. Carrió, D. (2012). Historia universal moderna Ernst, H. (2001). Introducción a la historia de la Edad Moderna (pp. 91-102). Madrid: Akal. Donado, J., Echevarría, A. y Barquero, C. (2009). La Edad Media: siglos XIII-XV Quevedo, F. (1668). El parnaso español y rimas castellanes. Recuperado el 2 de mayo de 2019 en: <http://bdh-rd.bne.es/viewer.vm?id= 0000188749 &page=1>. |