Amancio Prada. Canto como respiro
Javier de la Nava
Profesor de Macroeconomía y Gestión de Riesgos del Grupo Educativo CEF.- UDIMA.
Ocio y cultura
He de advertir al lector que escribir sobre Amancio Prada no supone un ejercicio de objetividad para mí. Profeso una grandísima admiración sobre el “cantor” leonés, perdón berciano. El pasado dos de febrero volví a aplaudir entusiasmado en su recital en el Teatro de la Zarzuela "Voces y huellas", una antología de canciones sobre la obra de poetas que han tejido su equipaje emocional: desde García Lorca, Rosalía de Castro o Bécquer, a Juan Carlos Mestre o Agustín García Calvo, pasando por Juan del Enzina, João Zorro o Don Denis de Portugal.
Trovador del siglo XXI, Prada es uno de nuestros músicos más singulares, intensos e ilustrados. Sus composiciones nos llevan a disfrutar de la poesía castellana y de la lírica galaico-portuguesa. De la tierra nacen los versos, de ahí las continuas referencias a sus orígenes, bellísima la relativa al arado romano que utilizaba su padre Nicolás, para labrar allí en Dehesas, su pueblo natal, próximo a Ponferrada, bañado por el Sil. En un recodo del mismo estaba el lavadero donde las mujeres del pueblo, entre ellas su madre Teresa, se afanaban con la ropa. Al salir de la escuela, la ayudaba a llevar a casa el caldero de zinc y a tenderla en el zaguán de la casa, en cuyo suelo estaban esparcidas espigas de trigo, mazorcas de maíz y manzanas a la espera de madurar.
A través de imperecederos olores, colores y sonidos, lucha por mantener sensaciones de infancia. Estas son las bases de las recreaciones poéticas tradicionales y anónimas, llanas y sabias a un tiempo, que han trascendido de boca en boca, de generación en generación.
Como decía don Antonio Machado, aquellas adquieren su identidad cuando son cantadas por el pueblo, pero este no canta para que le escuchen, canta mientras trabaja. Así nació la canción popular, romancero que Prada declama con exquisito deleite. Encuentro de huellas y voces que laten en la exquisita sensibilidad de su canto; sensibilidad apasionada y convincente que estalla en su voz para remover y hacer aflorar profundos sentimientos; sensibilidad comprometida, comprometedora y revolucionaria, cimiento del amor, la paz y la libertad.
Con más de una treintena de álbumes, conserva el empuje, amor y pasión del niño que oía las melodías cantadas por su madre o el canturreo del padre al batir la tierra mientras él guiaba a las vacas que tiraban del arado.
A través de poemas entrelazados por las canciones, serpenteamos por su biografía: los cuatro años del seminario en Cambados; los estudios sobre Agronomía y Sociología en la Sorbona; conciertos con Brel, Paco Ibáñez, Brassens o Ferré; los encuentros con María Zambrano y la entrañable amistad con Carmen Martín Gaite, Agustín García Calvo, Chicho Sánchez Ferlosio o Isabelita Escudero. Rememora a Teófilo Caamaño, el ermitaño al que conoció vagabundeando por Segovia y le enseñó canciones olvidadas, a Imperio Argentina que le regaló una vieja guitarra desconchada que perteneció a Jorge Cafrune.
Conversador cálido, torrencial e incontinente, ama las cosas sencillas, sin imposturas ni alharacas. Se entusiasma y su canto aletea entre sus grandes manos y la fragilidad de las cuerdas de su guitarra, expresiva y curtida en miles de canciones, que como las poesías son semillas antes que frutos. Llano y sentimental, esgrime una amplia sonrisa y asume que al no haber triunfado en nada, no corre peligro de morir de éxito. Armonías y palabras que constituyen la viva huella de su memoria en su encendida voz de pájaro solitario que entrega el alma y canta como respira.