Publicada la guía de la OCDE sobre la repercusión de la pandemia de COVID-19 en los precios de transferencia

Nubes, una puerta abierta, un reloj y una persona a lo lejos

Javier Cabo Salvador
Doctor en Medicina y Cirugía. Catedrático de Ingeniería Biomédica. Presidente de la Fundación Vida Plus y de QALY Advanced. Director del Departamento de Ciencias de la Salud de la UDIMA.

Ética

Epicuro de Samos decía que “La muerte de cada uno pertenece al futuro más lejano de todos y nunca será presente, porque cuando llega, ya no estamos vivos. Somos incompatibles con la muerte, porque cuando seguimos con vida no hay muerte y cuando la muerte llega ya no estamos vivos”. Pero como negación de la vida, la muerte es algo que representa el fin de la existencia de todo ser vivo, radicando su verdad intrínseca en que es una certidumbre inevitable.

Siguiendo la estela de Kant, quien estableció la pregunta de ¿qué es el hombre? como una de las cuestiones más fundamentales de la filosofía, Joseph Ratzinger -posteriormente Papa Benedicto XVI-, en una conferencia de su época como profesor de teología dogmática en la Universidad de Tubinga, manifestó que “el hombre no es en absoluto un ser completo y cerrado, sino encarando su propia existencia como una posibilidad abierta, a la que debe responder por sí mismo”.

Esta libertad, inherente al ser humano, es precisamente lo que Jean-Paul Sartre consideró como lo más tenebroso del destino humano: “el que sea precisamente el hombre aquel condenado a la libertad, aquel que no puede escapar en absoluto a ese abismal misterio de su ser”.

El ser humano está solo parcialmente libre en su devenir terrenal, encadenado y siendo esclavo pasivo de su genética, epigenética y de la enfermedad, ya sea esta congénita o adquirida.

En esta pandemia ocasionada por el coronavirus, la muerte se ha cebado sobre muchos de nuestros amigos y seres más queridos. Más de 2.500.000 muertes en el mundo, de ellas más de 100.000 (si nos olvidamos de las cifras oficiales políticas populistas) en nuestra querida España. Día tras día desde que se inició la pandemia los medios de comunicación vienen dando cifras diarias de mortalidad, que no suceden ni en época de guerras. No obstante, el ser humano se acaba acostumbrando a todo y estas noticias pronto dejan de calar en su consciencia.

El ser humano está íntimamente ligado al pasado biológico y sujeto a la evolución y devenir del cosmos. Pasado biológico que produce, no solamente efectos posteriores en él, como determinadas enfermedades condicionadas y expresadas por sus aminoácidos, y bases nitrogenadas, sino, como dicen las corrientes conductistas, sigue estando ligado a su presente. El ser humano está en un continuo proceso de evolución y desarrollo, sin libertad para poder detenerlo. Ratzinger afirma que “el hombre no puede explicarse solo a partir de su libertad individual, ni tampoco en la perspectiva de las leyes biológicas, sino, bajo una óptica también conceptualmente marxista, el ser humano es un producto de la sociedad y de sus condiciones económicas siendo un fiel reflejo de las necesidades sociales”.

Bajo un concepto más ambiguo de las religiones, el hombre está constituido por un cuerpo mortal y por un alma inmortal, por lo que, y aquí ya vemos nacer el concepto de la muerte, como afirma Vladimir Jankélévitch, esta no es tanto una necesidad como un destino final de la vida. Para Nietzche, sin embargo, la muerte no es el antagonista de la vida, formando la vida y la muerte una unidad orgánica, indisoluble. La muerte no es, ni mucho menos, el instrumento para apagar la vida, sino, más bien, la condición que da posibilidad a la misma. Nietzsche fue más lejos y mantuvo una actitud crítica enfrentándose a la tradición metafísica de la muerte fundamentada en la filosofía griega (Sócrates) y en la religión cristiana (San Pablo), ambos fundadores del llamado “concepto metafísico de la muerte”. Nietzsche rechazó de lleno la posibilidad socrática de poder librarnos del temor a la muerte “con la ayuda del saber y los argumentos” y de aceptar su presencia con alegría.

La muerte como vemos es un fenómeno enigmático, contradictorio y lleno de incertidumbre. Por eso, la vivencia de la muerte de un ser querido, la percibimos como la pérdida de una parte de uno mismo. Escapar un día más a la muerte puede ser objeto de esperanza, pero no hay esperanza sin temor, ni temor sin esperanza. Por ello, aunque a veces la muerte se espere, cuando llega se vivencia siempre con angustia y como inoportuna. Heiddeger argumentaba que “la angustia es la experiencia de la nada por el ser humano. La angustia es el miedo a la muerte en sí misma”. Por ello, la angustia y la muerte misma son el fundamento más cierto de la propia individualidad del ser humano. Fernando Savater afirma: “Conocer la muerte -propia o ajena- implica descubrir lo que cada cual tiene de íntimo, su vida irrepetible, y lo que todos tenemos en común, la muerte genérica”. Por ello, en la representación dualista de la mayoría de las religiones, la muerte es la separación entre un alma inmortal y un cuerpo finito y pasajero. La vida no se reduce solamente a la existencia mundana, sino al “ser eterno” del alma, siendo esta la premisa y base fundamental del sustento de la conciencia de la “vida eterna”. Ya en el pensamiento de Spinoza, racionalista radical y uno de los filósofos más relevantes e influyentes, radica la idea de que, mediante la razón, el ser humano es capaz de comprender la estructura racional del mundo que le rodea y que el hombre, -sub specie aeternitatis-, hace cosas “finitas” en el contexto de su “durabilidad indeterminada“. De aquí emana de forma implícita la insignificancia ontológica del ser humano dentro del universo.

Todo esto nos tiene que llevar a reflexionar y hacer pensar que, aunque es muy difícil sustituir el dolor causado por la muerte de un ser querido por la idea de su “inmortalidad del alma”, siempre nos queda el consuelo, como menciona Spinoza, de “que la muerte, aunque pueda borrar lo que somos, nunca podrá borrar o eliminar el hecho de lo que hemos sido”.

Al ser “corporal” se lo lleva finalmente la “enfermedad”, pero el ser inmortal, “su esencia”, su “alma”, al que todos hemos querido, siempre será inmortal en nuestros recuerdos y pensamientos de por vida.

Quedémonos con la transvaloración nietzscheana de la muerte, radicada en el Eros y el Thanatos, proclamando la rectificación de la vida dedicada al conocimiento y la sabiduría: “Solo cuando envejezcas advertirás cómo prestaste oídos a la voz de la naturaleza, de esa naturaleza que gobierna el mundo a través del placer: la misma vida que tiene su vértice en la vejez, tiene también su vértice en la sabiduría, en ese dulce resplandor solar de un constante júbilo espiritual; ambas, la vejez y la sabiduría, te las encuentras en una misma cresta de la vida: así lo ha querido la naturaleza. Entonces es hora y no ningún motivo para enfadarse por que se aproxime la niebla de la muerte. Hacia la luz tu último movimiento; un hurra por el conocimiento tu último suspiro”.