Ecuador: entre volcanes y choclos
Alberto Orellana
Comunicación del Grupo Educativo CEF.- UDIMA.
Ocio y cultura
Según cuentan los archivos históricos, el señor Cristóbal Colón dejó verse con sus naves en este enclave isleño. Fue en una de sus últimas escalas, para reparar algunas de sus carabelas, antes de atravesar medio planeta y llegar al nuevo mundo. Y quizás no como descubridor, pero sí apreciando lo lejos que está uno de la Península Ibérica, este humilde escribano llegó a Las Palmas de Gran Canaria.
La humedad golpea en cuanto pones un pie en la calle, como buen contraste con un clima que allá en la meseta envidiamos tanto cuando sale la previsión meteorológica: cálido pero liviano, en especial al caer la noche. Y sobre todo, constante. Sin embargo, ya en el recorrido del aeropuerto hasta uno de los barrios más céntricos, Vegueta, se ve la no tan constante orografía (respecto al resto de la isla) de esta capital compartida del archipiélago.
Nada tiene que ver el interior y elevado manto verde de la cara norte, en localidades como Teror, con el sur más rocoso en Mogán. Ni las dunas de Maspalomas con la costa de la capital. En esta última, estrechando el paso con la cara oeste del puerto, está la Playa de las Canteras, que enlaza a un lado con el Castillo de la Luz y la Isleta. Y al otro con uno de los edificios más singulares de la zona, el Auditorio Alfredo Kraus, centelleando a cada puesta de sol en su cúpula cristalina. Desde aquí se puede apreciar, a poco que despeja el horizonte, el brumoso pico del Teide vecino.
La calle Calvo Sotelo une y separa al mismo tiempo los dos barrios que acogen el centro histórico. Al norte, Triana bautiza también una de las calles más comerciales, que conecta con las adyacentes, donde tapear y probar algo de cocina canaria: desde el cochino negro y el famoso mojo (salsa en portugués, resultado del comercio colonial con América Latina y África), hasta el potaje de berros o el sancocho. Todo ello con unas buenas papas arrugás, por supuesto.
Al entrar en Vegueta se aproxima uno más al epicentro fundacional de la ciudad, que data de 1478. Aquí, arremolinados como por arte volcánico, se pueden ver el museo Casa de Colón y la pequeña Ermita de San Antonio Abad, donde dicen que el descubridor llegó a rezar aquel año en que acometió su histórica gesta. Justo antes de esa placita del mismo nombre es donde puede leerse, casi escondida tras las palmeras, la placa que conmemora el nacimiento de la ciudad.
También se alza la neoclásica y gótica Catedral de Santa Ana, con su plaza homónima a los pies. Aunque no toda la arquitectura está en este sector, como demuestran la Casa-Museo Pérez-Galdós, donde vivió el ilustre madrileño. O el modernista Gabinete Literario, en la Plaza de Cairasco, que representa lo que en su día fue el teatro principal con el que se homenajea al poeta Bartolomé. Ambos edificios se encuentran en Triana.
Puede que a turistas de ciudades más grandes como Madrid, Las Palmas de Gran Canaria se quede algo escasa, pero incluso en ese caso, siempre podemos coger una guagua y adentrarnos en el sur más arenoso y serpenteante. O bien ganar altura y sumergirnos en la quietud de sus zonas verdes (con más de cien endemismos) en la cara norte, siempre regados de un ambiente entre caribeño y africano. Desde luego, por el sol, tiene más de lo segundo, no hay duda (ya se lo dirán, pero aunque esté nublado, háganme caso y pónganse mucha crema).
Imagínense un lugar en el que los días duren prácticamente lo mismo todo el año. En el que casi no hay diferencia entre estaciones. Un sitio en que la temperatura varía de 9 °C a 19 °C y rara vez baja a menos de 7 °C o sube a más de 21 °C (a menos que te vayas a ciertos puntos, más extremos). Donde los pueblos se esconden del camino, serpenteando entre mesetas, selvas y volcanes. Y con uno de los paraísos marinos más singulares de nuestra biodiversidad. Bien, pues dejen de imaginarlo. Vayan a Ecuador.
Quizás por ser su primer viaje transatlántico, además de por la grata y útil compañía, este humilde escribano siente que podría darle muchas líneas de recuerdo a semejante aventura. Pues así ha sido, y no puede soslayarse al hablar de ello: una aventura. Desde que pones un pie en esta tierra de cielos cambiantes, paisanos educados y frondosos parajes, uno se da cuenta de cómo cambian las distancias.
Con excepciones en la región de Quito y su aeropuerto, no esperen autopistas; en línea recta al menos (los de la Meseta Ibérica lo notamos rápido). Y es que eso parece este país: un maravilloso y complejo esquema de terrenos desnivelados, verdes y rocosos. Una montaña rusa de laderas, ríos y selvas habitadas por costumbristas de largas tradiciones y jóvenes que hablan español con especias del quichua y el inglés.
Algo casi poético teniendo en cuenta que estamos en la línea que separa los dos hemisferios del planeta. Equilibrio en un terreno con casi 100 volcanes, 31 de ellos además activos. Como el volcán Cotopaxi, el segundo más alto del país tras el Chimborazo. Con sus 6.263 metros de altura, este último es el volcán con mayor desnivel del mundo. Es decir, su cima es el punto del planeta más alejado de su centro. Si, como un servidor, no tienen mucha experiencia en subir por encima de los mil y pico metros, prepárense para el mal de altura. Pero les garantizo que ni eso, ni el frío (aquí sí) ni el viento hacen que deje de merecer la pena. Té de coca y listo.
Para aprender y disfrutar de la cultura indígena y de esa mágica relación de fuerzas terráqueas que confluyen en Ecuador, puede uno acercarse al Monumento Mitad del Mundo. Y por si alguno se lo pregunta, sí: el agua del grifo y el WC giran en sentidos diferentes. A tan solo unos metros de distancia.
Además de la inmensidad que se percibe en este lugar, puede, como en todo el país, aproximarse ya a la gastronomía local, que ciertamente comparte y bebe de muchas latinoamericanas, como la peruana o la venezolana. Anticuchos, choclos, plátano frito y toda una variedad de combinaciones con carnes, pescados (camarón) y verduras típicas, casi siempre con un opcional arroz especiado. Y del ají picante para sazonar, que estará esperando junto a la sal y la pimienta en la mayoría de establecimientos. Por cierto, no he desayunado mejor y más completo por menos dinero en mi vida. Habrá países mejores y más competitivos en esto, pero en Ecuador la experiencia culinaria ha sido sin duda positiva.
Como es inevitable recomendar, me quedo con las disco-caravanas o “Chivas” como interesante alternativa para conocer las callejas y avenidas de Quito, a 2.850 metros en plena ladera de los Andes. Ah, también fuimos a Galápagos, pero es que ese paraíso de lobos marinos, arenas pálidas y pescado fresco no se puede describir. Vayan y véanlo ustedes mismos; como dicen en Ecuador: chulla vida...