Japón: de lo ancestral a la ciencia ficción
Javier Agudo
Ejecutivo de cuentas y Responsable de Redes Sociales de 5CERO2 Comunicación
Miembro de la ACEF.- UDIMA
Si hay alguna forma medianamente rápida de definir Japón (porque ésta va a ser una descripción muy rápida y superficial), sería diciendo que se parece mucho al futuro que imaginábamos en las películas de hace 30 años. Ya sabéis, ese futuro que aparecía en Blade Runner, por ejemplo, con ciudades atestadas de rascacielos, superpobladas, contaminadas, repletas de tecnología y con muchas luces de colores. Pues Japón es una mezcla de ese paisaje futurista con elementos provenientes de una tradición de miles de años. Y el resultado es, desde luego, mucho más atractivo que nada de lo que pueda escribir.
Cuando subes al mirador de alguno de sus edificios más altos de Tokio sólo ves ciudad por todos lados, kilómetros y kilómetros de terreno urbanizado
Tokio, la capital imperial (es lo que significa la palabra), es una macrourbe, un inmenso entramado de calles y casas que, cuando lo atraviesas en tren, parece no acabarse nunca. De hecho, cuando subes al mirador de alguno de sus edificios más altos, sólo ves ciudad por todos lados, kilómetros y kilómetros de terreno urbanizado. A pesar de que aquí viven casi 14 millones de personas, es una ciudad muy limpia, ordenada y extrañamente silenciosa. Hay barrios más movidos, como el distrito de Akihabara, lleno de salas de juego (imposible descifrar cómo funcionan las máquinas tragaperras japonesas) y comercios que venden desde tecnología punta, a cualquier producto de anime que uno pueda imaginar. También hay parques minuciosamente cuidados, con los famosos cerezos, que en primavera se convierten en espacios festivos en los que los tokiotas se reúnen para beber y comer mientras disfrutan de la llegada del buen tiempo.
Kioto es muy diferente a Tokio. Más pequeña (aunque son un millón y medio de personas) y más tradicional. Fue capital imperial durante siglos y conserva unos 2.000 templos, entre budistas y sintoístas, varios de ellos Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Éste es el caso de Kinkaku-ji, templo recubierto de pan de oro, o de Kiyomizu-dera, un templo construido sobre la montaña, rodeado de bosque y saltos de agua. Además de los templos, en Kioto hay varios lugares, como el Paseo de los Filósofos o el barrio de Gion (conocido por sus geishas y sus casas bajas de madera), por los que pasear y perderse durante un buen rato en busca de las típicas fotos del Japón turístico: chicas vestidas con el traje tradicional, veredas de cerezos en flor, casitas con faroles de papel rojo, etc. En las afueras de la ciudad se encuentra el santuario Fushimi Inari, el famoso bosque cruzado por los túneles que forman los miles de toris (pórticos naranjas y negros) alineados que las empresas y particulares donan.
Osaka, la siguiente parada, supone volver a los neones y rascacielos que se dejaron en Tokio. O incluso a más. Osaka es una mole de hormigón y cristal, con autopistas que corren a 15 metros sobre el suelo y paredes tan repletas de anuncios luminosos que no hace falta mucha más iluminación por las noches. Es un paisaje que genera la sensación de que alguien quiso concentrar demasiados elementos en demasiado poco espacio y, como no pudo, empezó a amontonarlos hacia arriba. Aquí, además, hay mucha vida nocturna y un amplio muestrario de las tribus urbanas más populares entre los jóvenes nipones: desde chavales que visten como salidos de un cómic manga, hasta chicas que se disfrazan de muñecas victorianas, con sus encajes, volantes y pelucas.
Hiroshima es otro de los lugares a los que hay que ir sí o sí. La ciudad es agradable, con grandes avenidas, ríos, árboles y jardines. De cualquier otra ciudad del mundo se podría decir que es bonita, aunque intrascendente. Sin embargo, todos sabemos lo que ocurrió en agosto de 1945, y no es lo mismo leerlo en los libros que estar en la zona cero. En la actualidad, la única huella del desastre es el Genbaku Dome, ese edificio coronado por una cúpula metálica, que aguantó en pie y se conserva tal y como quedó tras la explosión. El recorrido está organizado por bloques y comienza con una reconstrucción a escala de la ciudad antes de la explosión y una explicación detallada de su historia hasta el trágico día. Tras ello, se disecciona la actuación de los EEUU: desde el proyecto para desarrollar la bomba, hasta la construcción del plan de ataque (aquí se encuentra uno de los datos más dolorosos de los que rodean el suceso, el por qué se eligió Hiroshima de entre las varias ciudades que cumplían los “requisitos” establecidos por el ejército americano: fue porque amaneció soleado). A partir de ese momento de la visita, todo es un catálogo del horror y la devastación. Una constante sensación de náusea según vas atravesando las salas, no por lo explícito de la muestra, sino por el dolor que desprende todo lo que te rodea. Dicen que pasa algo parecido cuando visitas Mauthausen o Auswitch. Cuando sales sólo te quedan ganas de volver al hotel a dormir.
Esta es solo una muy pequeña aproximación a un país del que conocemos mucho menos de lo que pensamos. Se necesitan muchas páginas para poder hablar de todas las curiosidades y detalles de su cultura. Su organización, sus estructuras sociales, su respeto por la tradición, su sentido de la responsabilidad, su idea de la educación, su forma de relacionarse, su ocio… Es un lugar en el que sorprenderse con todo lo que ves. Y no hay ninguna forma medianamente rápida ni superficial de reflejar eso por escrito.