Operación: fruto caído
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Nicolás contempló el complejo desde su trasporte aéreo. Era el mejor en su trabajo y se había labrado una gran reputación: capaz de infiltrarse en cualquier instalación, entrar y salir en pocos minutos sin que nadie se enterase, al menos no hasta el día siguiente. Y este iba a ser el trabajo más difícil de toda su carrera.
La anfitriona sabía que iba, y había invertido una pequeña fortuna preparándose para la ocasión. Leyó el informe de las medidas de seguridad y sonrió levemente, ya que estaban diseñadas expresamente para él. Se había reforzado la seguridad en el sistema de calefacción instalando múltiples rejillas incandescentes con sensores de contacto; si quería sortearlas, tendría que cortar uno a uno los ladrillos a los que estaban atornilladas y apartarlas con sumo cuidado, lo que podría tardar toda la noche.
Se guardó la mercancía en la mochila, enganchó el cable del arnés y saltó al vacío de la noche como había hecho ya miles de veces. Sin embargo, esta vez no aterrizó en el tejado, sino que se quedó colgado junto a una ventana en el lateral del edificio. Al no haber reparado en gastos en la seguridad de la calefacción, se habían hecho recortes en otras partes. Tenía ante sí una simple ventana con sensor de rotura. Sacó un electroimán quirúrgico de su cinturón, lo calibró al pestillo de la ventana, y la abrió, para después desengancharse y entrar.
Una vez dentro, contempló la estancia en la que se encontraba. Su objetivo estaba a la vista, al otro lado de una habitación llena de cámaras de vigilancia sin un solo ángulo ciego. Sin embargo, los técnicos de apoyo de Nicolás, que también eran los mejores en su trabajo, ya las habían inutilizado enviando una grabación en bucle.
Lo que no podía ser intervenido desde el exterior eran los sensores térmicos, que activarían una alarma incorporada en caso de detectar algo más grande que un perro. Sin embargo no supusieron mucho problema para él, ya que el traje y la mochila que llevaba estaban hechos con un tejido rojo especial, que era un aislante térmico casi perfecto, haciéndole invisible, siempre y cuando no hiciera movimientos bruscos.
Atravesó la habitación con cuidado hasta llegar a su objetivo y depositó los paquetes en su sitio. Había sido algo más fácil de lo que se esperaba, y había recurrido a gadgets más de lo que le habría gustado, pero el trabajo estaba hecho. Entonces la vio: al otro lado de un pasillo se encontraba la cocina del complejo. Si se hubiera ido en ese mismo instante, nadie se lo habría reprochado, había hecho un buen trabajo, pero su orgullo le impedía irse sin dejar su firma personal.
Se aproximó al límite del pasillo y observó su interior, estaba repleto de detectores láser que hasta un novato habría visto. Lo lógico sería usar gas para ver los láseres, pero había un detector de humo justo encima que saltaría si lo hacía. Nicolás analizó la posición y ángulo de cada sensor, emisor y reflector, y visualizó mentalmente todos los láseres. Por algo él era el mejor.
Por alguna razón no se habían instalado los láseres a menos de treinta centímetros del suelo, dejando un hueco por el que pasar. Lanzó la mochila al otro lado, y se deslizó al otro lado ágilmente mientras sonreía. Como nunca había sido descubierto, todo retrato robot que existía de él era pura fabricación, y por alguna razón siempre le representaban considerablemente más orondo de lo que realmente era.
Una vez en la cocina, se encontró una grata sorpresa: un desafío. Sobre la mesa central había un vaso de leche junto a unas galletas, todo ello sobre un sensor de presión: si retiraba un solo gramo, saltaría la alarma. Llevaba años preparándose para un reto como este. Primero analizó las galletas, y sacó un sobre con migas de unas galletas de la misma marca. Después, introdujo una pajita en el vaso de leche y, con una técnica increíblemente precisa, fue sorbiendo a medida que vertía la migas sobre las galletas, sin cambiar en ningún momento el peso total. Al final parecía que se había comido unas cuantas galletas y bebido la mitad del vaso.
Satisfecho, volvió a tirar la mochila a través del pasillo y a deslizarse tras ella. Sin embargo esta vez, a mitad de camino, descubrió la razón del inusual hueco: un furioso perro le estaba gruñendo y enseñando los dientes a unos centímetros de distancia de su cara. La propia bestia no parecía muy peligrosa, pero podía ladrar y advertir de su presencia. Con una calma mental formidable, Nicolás le enseñó sus propios dientes y le gruñó de vuelta con un sonido casi animal. Instantáneamente, el perro se guardó el rabo entre las piernas y huyó por donde había venido, haciendo unos lastimosos gemidos de miedo por el camino.
Continuó deslizándose hasta el final, recogió su mochila y caminó hasta la ventana por la que había entrado. Se enganchó al cable que le esperaba al otro lado, cerró la ventana tal y como la había abierto y tiraron de él de vuelta al transporte aéreo para dirigirse a la próxima misión.
A la mañana siguiente, Cindy, de nueve años, se despertó sobre una mesa llena de monitores que había instalado en su habitación. Se maldijo por haberse quedado dormida y revisó las grabaciones de seguridad. Parecía que no había ocurrido nada a lo largo de la noche. Esto decepcionó a Cindy, que había prometido a sus amigos del colegio mostrarles pruebas de que Santa Claus existía, pero se conformó con haber conseguido asustarle y que no se atreviera a entregar regalos en su casa. Pero para su sorpresa, cuando bajó al salón, había regalos bajo el árbol. Cuando desenvolvió el suyo y vio que Papá Noel le había traído exactamente lo que quería, se indignó, porque no le había dicho a nadie que lo quería. Y para colmo, cuando fue a la cocina a desayunar y vio que también se había tomado la leche con galletas.
—¡Maldito seas, San Nicolás! ¡Te juro que te pillaré las próximas Navidades!
Germán Martín-Roldán Torres