Otra reforma educativa en ciernes
José Andrés Sánchez Pedroche
Rector de la Universidad a Distacia de Madrid (UDIMA)
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Acaba de remitirse a las Cortes la séptima norma educativa -en apenas 37 años de democracia- que, de aprobarse como parece, regirá –no sabemos si por mucho tiempo- la formación de nuestros jóvenes. Se trata de la Ley Orgánica de Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE), cuyos objetivos principales son, en palabras del propio ministro Wert, la potenciación de la formación profesional, el refuerzo de conocimientos instrumentales, la flexibilización de las trayectorias, la incorporación y desarrollo de sistemas de evaluación externa y la promoción de la autonomía en los centros docentes. Todos esos vectores se me antojan razonables, atendidos los graves problemas que aquejan a la educación en nuestro país. Sin embargo, lo bien cierto es que contra el proyecto se ha vertido un verdadero aluvión de críticas por parte de la práctica totalidad de los grupos parlamentarios de la oposición. Resulta curioso constatar la innegable deformación catatímica (lo que los psiquiatras reconocen como mirar la vida a través del particular cristal o caleidoscopio que el paciente tiene en cada caso) de todos los partidos políticos.
Invertir en formación es caro, no hacerlo, carísimo
En el inicio de esta crisis económica –la más profunda y duradera de la historia reciente de España-, la modificación del artículo 135 CE se fraguó en apenas 30 días (33, para ser exactos). En ese sentido, la inclusión automática en las partidas presupuestarias de los créditos destinados a satisfacer la devolución de los intereses y del capital a nuestros prestamistas, supuso un intento desesperado de remediar no solo una trayectoria económica poco ejemplar, sino el grave problema representado por el hecho de una Unión Monetaria incorrectamente diseñada, o de un Banco Central Europeo que no podía actuar como prestamista de último recurso. El expresidente Rodríguez Zapatero, advertido de esta situación en la que no había red que protegiese al trapecista, se apresuró a consensuar con el por entonces principal líder de la oposición y hoy presidente del Gobierno, una reforma –constitucional, nada menos- que se implementó en un tiempo record. Ambos sabían perfectamente de las enormes dificultades por las que habría de atravesar nuestro país –en eso no erraron- y pensaron que quizás con ese efecto anuncio de un compromiso recogido en una reforma constitucional, lograrían estar en mejores condiciones de afrontar la imparable volatilidad de los mercados.
Evoca mi memoria este hecho sin precedentes para lamentar la inexistencia de un pacto análogo por la educación en todos los niveles de nuestro sistema nacional. Es tanto el octanaje ideológico que se vierte en cualquier tema relacionado con la materia educativa, que resulta casi imposible pensar que en un futuro próximo podamos alcanzar esa condición necesaria -no sabemos si suficiente- del pacto para enderezar el rumbo de un modelo educativo que hace aguas. La realidad española, desgraciadamente, no es otra que la de ocupar el penúltimo lugar en comprensión lectora de Europa, el hecho de que dos de cada cinco jóvenes ni estudia ni trabaja y, como colofón, que los elocuentes resultados del Informe Pisa son abrumadoramente desalentadores.
La educación es un servicio público que requiere urgentemente una profunda revisión en sus metodologías y en sus fines. Una revisión que se compadece muy mal con la inestabilidad que comporta toda reforma, siendo como es que la primera objeción del partido de la oposición (sea el que fuere) descansa en la premisa de un inmediato cambio del modelo normativo vigente si se alcanza de nuevo el poder (¡cómo no añorar el ejemplo japonés que en más de seis décadas no ha tenido necesidad de promulgar ningún cambio normativo de su sistema educativo!).
Resulta casi imposible pensar que en un futuro próximo podamos alcanzar esa condición necesaria -no sabemos si suficiente- del pacto para enderezar el rumbo de un modelo educativo que hace aguas
A todo ello se suman las crecientes críticas a los recortes en educación y a cualquier modelo que crea que el servicio público educativo no puede ni debe ser prestado por la iniciativa privada. Desde luego, necesitamos seguir invirtiendo en educación. Hace apenas tres años la OCDE rendía un informe sobre la formación, en la que apuntaba la necesidad de mantener políticas sostenidas en educación como una buena inversión en estos tiempos de profunda crisis a todos los niveles. Efectivamente, invertir en formación es caro, no hacerlo, carísimo. Pero no es solo eso. La inserción laboral demanda una paralela formación continua de competencias intensa y flexible. Hemos de abandonar las viejas fórmulas y optimizar los recursos para adaptar esa oferta educativa de calidad a la demanda de competencias de un mercado laboral que evoluciona rápidamente. Ahora bien, tampoco se trata de reivindicar más y más recursos en una carrera desenfrenada por demostrar un ratio cada vez mayor de gasto en educación en proporción al PIB. Nunca como en los últimos años se había invertido tanto en formación en España y jamás los resultados habían sido tan pobres (probablemente porque dicha inversión no ha estado bien dirigida, especialmente a la consecución de un profesorado excelente en las primeras etapas educativas, donde han basado su éxito algunos países escandinavos que copan los primeros puestos en los informes internacionales). Como señala la OCDE, y creo que le asiste la razón, en el futuro el éxito de los sistemas educativos de cualquier país no se medirá por el gasto público realizado, ni por el índice de titulados o egresados, sino por la suma de resultados educativos logrados y su impacto en el progreso económico y social (un polinomio de factores, por cierto, en el que la iniciativa privada tiene mucho que decir).
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Sin formación no podremos mejorar nuestra competitividad, que no es otra cosa que la capacidad de la que dispone cualquier organización para mantener sistemáticamente ventajas comparativas que le permitan alcanzar, sostener y mejorar una determinada posición en este entorno socioeconómico tan globalizado que nos ha tocado vivir. Si reparamos en este hecho, podremos apreciar que todo ello remite a la idea de la excelencia, entreverada o transida de conceptos como eficacia y eficiencia organizativa. Pero ese ansiado salto cualitativo no es producto precisamente de la casualidad, ni surge espontáneamente. Al contrario, se crea y se mantiene en el tiempo a través de un largo proceso de aprendizaje, pero sobre todo de superación, porque todo propósito de excelencia o de mejora competitiva no tiene como meta primera superar a terceros, sino forcejear contra uno mismo, en un constante derroche de esfuerzo y de superación personal. La calidad es un fruto sazonado de esa tensión, cuya flor inicial no es otra que el deseo permanente de mejora de las personas y de su compromiso con los objetivos sociales más valiosos. Y justamente para eso es imprescindible rescatar de nuevo determinados valores morales básicos de la sociedad como el esfuerzo, el mérito y el trabajo, porque el fracaso en el estudio -o el abandono que casi siempre lo precede-, no obedece en muchas ocasiones a falta de capacidad intelectual, sino a la ausencia de orden, constancia o fuerza de voluntad, así como a la carencia de disciplina y de hábitos que sostengan un mínimo nivel de esfuerzo. No hemos de cejar en el empeño de prestar el necesario apoyo a los rezagados, pero sin convertir el sistema educativo en el vestíbulo confortable donde lo que debe ser anecdótico se convierta en categorial y la valoración de cada trayectoria sea necesariamente la misma para todos –con independencia del esfuerzo personal- con el fin de no frustrar expectativa alguna.