Sorolla o el milagro de la luz
Javier de la Nava
Profesor de Macroeconomía y Gestión de Riesgos en el Grupo Educativo CEF.- UDIMA.
Ocio y cultura
El pasado verano visité varias veces la exposición “En el mar de Sorolla” que se exhibía en la Casa-Museo Sorolla, muy cerca de la sede principal de CEF.- UDIMA. Enmarcada en el primer centenario del fallecimiento del pintor valenciano, tras “Sorolla. Orígenes” y “¡Sorolla ha muerto! ¡Viva Sorolla!”, ha sido la tercera muestra. Su comisario, el escritor Manuel Vicent, propuso un apasionante diálogo entre pintura y literatura, un recorrido poético y visual rodeado por medio centenar de cuadros. La exposición se estructuraba en cuatro secciones: “El subconsciente está lleno de algas”, “Un drama naturalista bajo la luz del Mediterráneo”, “Veraneantes burgueses en el Cabanyal” y “En el mar de Xàbia”. Junto al mar Mediterráneo, bajo la mirada naturalista, resplandeciente y cegadora, Vicent daba voz y vida a los personajes: marineros, niños bañándose, pescadoras o burgueses. El escritor apuntaba las miserias y pasiones de las figuras, venganzas y naufragios descritas por otro valenciano universal, Blasco Ibáñez.
Joaquín Sorolla Bastida nació el 27 de febrero de 1863 en Valencia, donde sus padres tenían un pequeño negocio textil. Huérfano con apenas dos años de edad, fue recogido por su tía materna Isabel, cuyo marido, maestro cerrajero, trató infructuosamente de enseñar el oficio al pequeño Joaquín, más interesado en la pintura y el dibujo. Asistía a las clases nocturnas en la Escuela de Artesanos, dirigida por el escultor Cayetano Capuz. Con 15 años ingresó en la Escuela de Bellas Artes de Valencia, donde uno de sus profesores le introdujo en la pintura al aire libre. En el Museo del Prado quedó deslumbrado ante El Greco, Ribera y sobre todo Velázquez. Con su obra El grito del palleter consiguió una beca de la Diputación Provincial de Valencia para la Academia Española de Bellas Artes en Roma. La rigidez de las tesis artísticas vigentes no le convencía y viajó a París, donde por primera vez contactó con los impresionistas.
En Valencia, en 1888, se casó con Clotilde, hija del fotógrafo Antonio García Peris, su primer protector. Tras pasar por Asís, acogidos por la familia Benlliure, regresó a París donde comenzó a experimentar su particular “luminismo”. Fijada su residencia en Madrid, participó en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1901. En la misma contactó con dos pintores que marcarán su evolución como artista: Aureliano de Beruete, aristócrata madrileño y excelente paisajista que informó a Sorolla de las vanguardias artísticas europeas y le introdujo en la alta sociedad capitalina, y José Jiménez Aranda, sevillano y seguidor de Mariano Fortuny, que reorientó su producción costumbrista.
Marchantes y entendidos se rindieron ante sus paisajes y temas populares. Jardines, estanques, montes, vestidos y rostros se presentan bajo un prodigioso e innovador manejo de la luz, cercano a la impronta impresionista encabezada por Monet. Pintar al aire libre constituye la esencia de su obra, magistral combinación de luz y naturaleza. Viajó por toda España y se enamoró especialmente de Granada y Sevilla. En todos los lugares donde instaló su caballete disfrutó de paisajes y paisanajes, entusiasmo reflejado en sus cartas a Clotilde. Participó en numerosas exposiciones en Europa y América. Las numerosas distinciones logradas y el enorme éxito de una exposición monográfica de 350 obras, visitada por 170.000 neoyorquinos en un mes, propiciaron el encargo del multimillonario Archer Huntington para realizar unos paneles gigantescos que se colgarían en la Hispanic Society de Nueva York, que aquel presidía.
El 26 de noviembre de 1911 firmaron un contrato por 150.000 dólares, una fortuna entonces, mediante el cual Sorolla se comprometía a entregar aquellos cíclopes pictóricos sobre el tipismo español en el plazo de cinco años, aunque la entrega se retrasó tres años más. En su estudio recopiló todo tipo de material: fotografías, recortes de prensa, revistas y libros. Trabajó en Toledo (Lagartera), Segovia, Ávila, Salamanca (Villar de Álamos y La Alberca) y Valladolid (Medina del Campo). Posteriormente se desplazó a Guipúzcoa, Navarra (Valle del Roncal) y Huesca (Valle de Ansó), para proseguir después en Soria, Guadalajara (Jadraque) y Ciudad Real (Campo de Criptana). Al inicio de 1913 alquiló un gran espacio para acometer La fiesta del pan, el primer lienzo de catorce metros. En la Semana Santa de 1914 pintó en Sevilla
Los nazarenos. Sorprende que Galicia, tierra de pescadores, fuese representada por un tema de mercado. Imbuido en su febril actividad, obligó a su hija María a casarse en Jaca y así evitar desplazarse a Madrid.
Tras un breve descanso, en el otoño de 1917 se instaló en Plasencia para pintar El mercado, obra que representa a Extremadura. En mayo de 1919, en Ayamonte, concluyó el último panel, La pesca del atún, cuyo extraordinario tratamiento de la luz le convierte en el mejor cuadro de toda la producción encargada por la Hispanic Society.
A su regreso a Madrid se incorporó a la Cátedra de Colorido, Composición y Paisaje en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Solo llegará a impartir docencia durante un curso, pues el 17 de junio de 1920 sufrió un ataque de hemiplejia que le impidió retomar los pinceles. Antes había realizado unos cuantos retratos más para la Sociedad Hispánica y pintado las últimas versiones del jardín de su vivienda. Físicamente agotado y con la frustración de no poder pintar, se refugió en su hotelito de Cercedilla. Sufría por no poder incorporar la luminosidad de la Sierra de Guadarrama. Allí, rodeado de aire libre, verde y montañas, falleció el 10 de agosto de 1923. En 1929 murió su mujer, Clotilde García del Castillo, quien en su testamento donó todos sus bienes al Estado español con el fin de crear un museo en memoria de su marido en la propia vivienda familiar. Aceptado el legado en 1931, un año después se abrió al público la Casa-Museo Sorolla, en donde el pasado verano visité la exposición “En el mar de Sorolla”.