Lo útil de lo inútil

Don Quijote y Sancho Panza

Javier Cabo Salvador
Doctor en Medicina y Cirugía Cardiovascular. Director de la Cátedra de Gestión Sanitaria y Ciencias de la Salud de la UDIMA. Catedrático en Investigación Biomédica de la UCNE. Catedrático de Ingeniería Biomédica de la UCAM. Miembro de la Academia de Ciencias de New York.

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No hay nada inútil, ni siquiera la inutilidad misma

Michel de Montaigne

Hace tan solo unos meses, el pasado 10 de junio de este año, falleció Nuccio Ordine, Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2023, filósofo y humanista, especialista en el Renacimiento en general y en Giordano Bruno en particular, quien en su manifiesto “La utilidad de lo inútil” denunciaba el gran daño que el actual materialismo y utilitarismo, existente en nuestra sociedad, provocaba en la investigación, en la universidad y en la cultura humanística en general. Este hecho me hizo una vez más pensar sobre qué es lo verdaderamente útil para el ser humano. ¿En qué radica la verdadera utilidad de las cosas?

Conceptualmente la expresión “lo útil de lo inútil” puede parecer un sin sentido. Una paradoja, figura literaria retórica de pensamiento que expresa una idea que parece contraria a la lógica, pero cuyo contenido es verdadero. O un oxímoron, una contradictio in terminis, figura retórica empleada muy frecuentemente por Heráclito de Efeso y en la poesía mística, consistente en usar dos conceptos de significado opuesto en una sola expresión, y que genera un tercer concepto. Todo esto me ha hecho reflexionar sobre la utilidad de lo inútil, precisamente en estos tiempos en donde todo está marcado por el beneficio inmediato (sociedad líquida), bien sea a nivel económico o bien a nivel social, a través de las redes sociales, y por el auge del mercantilismo.

Vivimos en una época en la que concebimos e identificamos lo útil solamente como aquello que nos sirve para determinados fines concretos y materiales, de una manera totalmente instrumental, y bajo el único prisma de la utilidad. Estamos inmersos en una sociedad que solo busca el beneficio inmediato, dejando a un lado todo aquello que no lo aporta, como pueden ser la metafísica, la filosofía, la poesía o la pura abstracción matemática. ¿Para qué sirve memorizar si ya existe el internet de las cosas? ¿Para qué estudiar algo que se puede encontrar fácilmente en la nube? Está concepción utilitarista del conocimiento está anulando la cultura humanística, relegándola a un segundo plano meramente decorativo dentro del conjunto de las ramas del saber, considerando inútiles los saberes humanísticos que no producen beneficios económicos de manera rápida y cuyo valor esencial es del todo ajeno a cualquier finalidad “utilitarista”.

Utilitarismo que tiene sus raíces en la filosofía empirista de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX con John Locke, David Hume, Jeremy Bentham, James Mill, John Stuart Mill y Adam Smith, como representantes del llamado “radicalismo filosófico”. Hume habla de la utilidad con referencia a todo aquello que da placer. Para Bentham, utilitarista individualista, y padre del utilitarismo, la utilidad es todo aquello que produce felicidad. De esta manera, todo lo que promueve felicidad se puede considerar útil. En su tratado Introduction to the principles of morals and legislation, el placer, que puede ser cuantificado científicamente mediante la “aritmética de los placeres”, es el sinónimo de bienestar y confort. Stuart Mill, utilitarista social, identifica el bien con lo útil, y convierte la utilidad en el criterio supremo de moralidad. En su obra El utilitarismo defiende que el fundamento de la moral radica en la utilidad. Por su parte, la moral utilitarista de Mill reconoce al ser humano el poder de sacrificar su propio bien por el bien de los demás.

Si pensamos en la evolución de la humanidad, el ser humano tuvo su momento clave de evolución, hacia lo que llamamos Homo sapiens, cuando el Homo neanderthalensis, del que los humanos modernos compartimos grandes porciones similares de secuencias de ADN, hace unos 65.000 años, no se limitó solamente a realizar tareas materiales y utilitaristas absolutamente necesarias para su subsistencia, como eran la caza y la agricultura. En un momento dado necesitó cultivar algo más, necesitó cultivar su espíritu. Adquirió pensamiento abstracto y simbólico y desarrolló lo que hoy llamamos “arte rupestre”. Desarrolló nuevas capacidades cognitivas, convirtiéndose en ese momento en un artista, realizando una actividad en principio totalmente inútil, pero que nos convirtió en más humanos, y nos diferenció de las demás especies animales.

En la Grecia clásica, cuna del humanismo, Aristóteles fue uno de los primeros defensores del “no utilitarismo”, llegando a afirmar que “el arte es el único modo de dar cuerpo a la esencia secreta de las cosas”. Como decía Ordine, “entre todos los seres vivos los humanos somos los únicos que llevamos a cabo gestos inútiles por el solo hecho de alimentar el espíritu”. Otros pensadores como Kakuzo Okakura y Eugène Ionesco se reafirman en lo mismo. Okakura en El libro del té, describe magistralmente la sutil utilidad de lo inútil al relatar los pasos del ritual zen, en la toma del té. Ionesco, por su parte, afirma que si no se comprende la utilidad de lo inútil y la inutilidad de lo útil, no se puede llegar a comprender en su totalidad el mundo del arte.

En definitiva, los saberes ahora considerados inútiles son los que realmente han hecho que la humanidad sea más humana. Pero, desafortunadamente, la sociedad líquida actual en la que vivimos, que tan bien describe Zygmunt Bauman, piensa solo en el momento presente y no en el futuro. Es una sociedad enferma que fomenta una idea errónea de la inutilidad de los saberes y del conocimiento humanístico, y que nos aleja cada vez más de ellos.

Desgraciadamente, la cultura humanística está cada vez más apartada de nuestra vida, siendo considerada como un mero elemento accesorio estético reservado para una minoría. Oscar Wilde, en el prólogo de su novela El retrato de Dorian Gray, en relación con el arte, llegó a escribir que “todo arte es inútil”. En su contra, Friederich Nietszche afirmó que “la vida sin arte sería un error”, y Martin Heidegger manifiestó que aunque para el ser humano, cada vez es más complicado sentir interés por algo que no implique un uso práctico e inmediato, con fines técnicos y rentables a nivel económico, algo que puede ser considerado como poco útil, como el arte, es de una gran utilidad, ya que nos permite pensar de manera disruptiva y tiene la capacidad de abrir nuevos horizontes, y descubrirnos la dimensión lúdica de la existencia. Algo que Paul Auster, en la recepción del Premio Princesa de Asturias de las Letras en 2006 mencionó en su discurso diciendo que “el valor del arte estriba en su misma inutilidad”. Una inutilidad que, como menciona Miquel Barceló, es algo esencial para la vida.

No podemos renunciar a la fuerza generadora, útil y capaz de lo considerado por algunos como inútil. No podemos tener a la vez en la vida, como visión, línea estratégica y objetivo, el conseguir solo el beneficio material y económico. Hay algo más. No podemos perder el sentido de la vida y debemos defender y valorar la verdadera utilidad de lo que actualmente se considera por la sociedad moderna como inútil. Debemos darle su verdadero valor a estas parcelas del humanismo consideradas por muchos como inútiles. No podemos valorar la cultura humanística solamente en función de su utilidad, olvidando que cada persona tiene su propia personalidad y grado de libertad, lo que nos permite elegir hacer cosas que pueden parecer a ojos de algunos como inútiles, por mero placer sensorial. Giovanni Pico della Mirandola en su discurso sobre la dignidad del hombre nos refiere que “la esencia de la dignitas homini es el libre albedrío, lo que permite al hombre elegir por sí mismo”. Así, el hombre consigue la verdadera dignitas gracias al conocimiento y no a las actividades que brindan beneficios.

En la literatura, tenemos en los clásicos muchos ejemplos de esta utilidad de lo inútil. Cervantes, en el Quijote, nos muestra el paradigma de la inutilidad por excelencia, escenificada en el caballero Alonso Quijano, quien sobrepone la pasión de sus ideales a los de la realidad, en búsqueda de dar un sentido a su vida. Shakespeare, en El mercader de Venecia nos describe a Bassanio, quien de manera acertada elige el cofre de plomo en el que reza “Quien me elija, debe dar y arriesgar todo lo que tiene”, en vez de los seguros cofres de oro y plata, y de este modo se queda con Porcia, la chica más atractiva y con mayor fortuna de Belmont. Lorca nos invita a leer poesía, considerada inútil por muchos, con la finalidad de “nutrir ese grano de locura que todos llevamos dentro y sin el cual sería imprudente vivir”. García Márquez, en Cien años de soledad, nos describe la utilidad de lo inútil en la descripción del coronel Aureliano Buendía, que se pasa el día haciendo pescaditos de oro que cambia por monedas de oro, que a su vez funde de nuevo para hacer más pescaditos de oro, en un ciclo que parece absurdo e interminable como el mito de Sísifo, y a su madre Úrsula, quien con un sentido maternal práctico y utilitario lo reprende por ello, a lo que él responde diciendo que “el sentido de esta aparente inutilidad radica en el placer del trabajo, no en el lucro”.

Otros autores, escritores y filósofos como Demócrito, Epicuro, Pico della Mirandola, Séneca, Giordano Bruno, Montaigne, Flexner, Foster Wallace, Leopardi, Gauthier, Spinoza, entre otros, nos acompañan con sus reflexiones en este recorrido por esos aspectos de nuestra vida que no pueden ser supeditados al utilitarismo. Para Michel de Montaigne, no hay nada inútil, ni siquiera la inutilidad misma. Para

Spinoza, el hombre sabio es un hombre que busca lo útil para sí mismo, en tanto que sirve al hombre en cuanto hombre; es decir, en tanto que ilumina el arte de vivir plenamente la máxima expresión de lo que es la humanidad. Epicuro de Samos identifica la felicidad con el logro del placer. Giordano Bruno atribuye al dinero la destrucción del conocimiento y de los valores civiles sobre los que se funda la vida. Séneca nos incita a valorar a las personas no por lo que tienen, sino por lo que son.

Abraham Flexner, impulsor de la reforma de la enseñanza de las escuelas de medicina en Estados Unidos y Canadá, impulsor y director del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, en su día expuso que muchos de los grandes descubrimientos científicos han sido posibles gracias a investigaciones realizadas por la simple curiosidad del investigador, sin tener en cuenta su posible utilidad posterior; siendo solo a posteriori cuando alguna otra persona encontró una aplicación práctica a dichos avances científicos. Uno de los múltiples ejemplos de esto lo tenemos con Marconi, inventor de la radio, quien ha pasado a la historia por su invento. Invento que nunca hubiera sido posible sin las contribuciones y descubrimientos previos, a nivel de la física en el campo de la transmisión sin hilos y la detección de las ondas electromagnéticas que transportan las señales por parte de Maxwell y Hertz. Giacomo Leopardi en la Palinodia al marqués Gino Capponi, describe cómo la obsesiva búsqueda de lo económicamente útil ha vuelto inútil la propia vida, asociando el utilitarismo a una errónea idea de progreso. Foster Wallace, en La broma infinita, nos hace ver que si solo pensamos en la utilidad, las cosas más importantes, obvias y sencillas de la vida son en las que más nos cuesta pensar y reflexionar durante el día a día. En su relato de los peces, habla de que una vez dos peces jóvenes iban nadando y se encontraron por casualidad con un pez más viejo que nadaba en dirección contraria; el pez más viejo los saludó con la cabeza y les dijo: “Buenos días, chicos, ¿cómo está el agua?”. Los dos peces jóvenes siguieron nadando un trecho; por fin uno de ellos miró al otro y le dijo: “¿Qué demonios es el agua?”. El agua en el relato es el mundo en que vivimos, y solo los saberes, la cultura y la enseñanza humanística nos puede proporcionan los recursos para entender la realidad y poder desarrollar los ideales de democracia, justicia, igualdad, libertad de expresión y solidaridad que solo nos puede proporcionar la cultura humanística.

La búsqueda incesante del beneficio está coartando nuestras expectativas de futuro. La humanidad se hace cada vez menos humana y se rige cada vez menos por principios humanísticos. Principios que son considerados como elementos accesorios relegados para una minoría. No podemos renunciar a la fuerza generadora potencial de lo ahora considerado como inútil y poco productivo. Si buscamos solo el beneficio económico, solo seremos capaces de producir una sociedad mediocre totalmente incapaz de hacer más humana la humanidad. Como decía Flexner, en las búsquedas de esas satisfacciones “inútiles”, en ocasiones se revela de forma inesperada la fuente de la que deriva una “utilidad” insospechada. Tenemos que proteger la enseñanza humanística. Tenemos que favorecer el conocimiento de la cultura. Tenemos que fomentar el pensamiento crítico. El conocimiento es riqueza para el espíritu.