Versiones nuevas y viejas de Tecnocracia
José Joaquín Jiménez Vacas
Preparación de la oposición a Técnico Superior de la Administración Central en el CEF.-
Miembro de la ACEF.- UDIMA
Foto de Stock.xchng
(Artículo escrito en colaboración con Luis Ignacio Jiménez Vacas, Abogado de Albors, Galiano y Portales).
Cuenta Herodoto en sus vestigios, que cuando expiraba el emperador de la vieja Persia, durante cinco días y cinco noches se suspendían por completo todas las leyes, dejando paso al caos. Se trataba de cinco días de pánico absoluto entre las gentes. El motivo de esta medida resultaba ser que así, cuando el siguiente emperador accedía finalmente al trono volviendo a imperar con él la paz y la Ley, los ciudadanos le valoraban sobremanera ya que sabían lo que significaba vivir sin normas ni valores.
Actualmente, como de todos es sabido, nos hallamos sumergidos, desde hace aproximadamente cinco años, en el miedo derivado de una crisis económica (que tiene una clara dimensión de crisis de valores) que muchas veces no comprendemos (por ejemplo, cuando se nos habla de conceptos como los “mercados”) y de la que, a duras penas, nadie ha demostrado capacidad suficiente de poder sacarnos.
Partiendo de este sucinto planteamiento, una de las teorías que se impone y se lleva a la práctica hoy en día para defendernos de la crisis, es la de ponernos en manos de expertos que nos guíen y aconsejen en la toma de decisiones. Buscar el adecuado asesoramiento a la toma de delicadas rutas políticas, económicas y sociales requiere soportar aquéllas sobre hombros de personas capaces por sus conocimientos y experiencia, que puedan asumir esa responsabilidad que, parece, nadie quiere cargar.
Así, hemos visto cómo se ha producido un fenómeno denominado 'tecnócrata' en la moderna Europa, no carente sin embargo de antecedentes en la Historia pero, no por ello menos interesante e innovador. La designación de algunas personas con marcado perfil técnico, como primeros espadas en Estados importantes como Italia, Grecia o España ha hecho reverdecer la vieja polémica en torno a la tecnocracia.
Siguiendo al profesor García-Pelayo en su libro Burocracia y tecnocracia y otros escritos, podemos definir la tecnocracia, por un lado, como sistema de gestión y dirección política sustentado total o parcialmente sobre supuestos técnicos o sobre representaciones generales derivadas de una concepción técnica de las cosas. Por otro lado, también, como una estructura de poder en la cual los profesionales técnicos condicionan o determinan de alguna manera la toma de decisiones, tendiendo a sustituir al político -o sustituyéndolo definitivamente- en la fijación de las políticas y al “burócrata” en la operacionalización de las decisiones o en su participación en la decisión misma.
Definiciones aparte, lo cierto es que términos como “tecnocracia” o “tecnoestructura” no hacen otra cosa que evocarnos experimentos próximos en el tiempo, tales como el México de Pedro Aspe, ministro de economía (1988-1994); la Venezuela de Hausmann, ministro de planificación (1989-1993); el Brasil de Cardoso; la Polonia de Balcerowic; el Chile de Alejandro Foxley; la denominación dada en la España de los años cincuenta del siglo XX en torno al “Plan de Estabilización” y el aperturismo político, de “los tecnócratas del Opus Dei” gobierno compuesto de ministros de origen ciertamente alejado de la política; o, por fin, la Italia del expresidente del Banco homónimo del país, Carlo Ciampi, que encabezó un ejecutivo de tecnócratas (1993-1994); la de Dini (1995-1996), o la más contemporánea de Mario Monti (2011-2012).
Pero el modelo tecnócrata, no es patrimonio exclusivo de la segunda mitad del siglo XX y, en efecto, ya el “Rey-Planeta” Felipe II se caracterizó por ser protector de técnicos y mecenas de sabios. En el Imperio que gobernó los problemas logísticos y estratégicos se resolvían por Juntas de Expertos, elemento que posteriormente ha sido clave, con la aparición del estudio de ciencias políticas tales como la estadística o la economía y aritmética política, en la formulación del ideal del buen gobernante como aquél que se fundamenta en la transformación de una realidad de acuerdo con un modelo técnico preestablecido.
Ni siquiera las transformaciones traídas por la Revolución liberal francesa contra el poder absoluto cambiaron la expansión del poder técnico, que en el siglo XIX alcanza su edad de oro. La Francia republicana de 1793, en guerra con todas las monarquías, se sustentó en parte en el ingenio logístico y organizativo de sus técnicos y pensadores. Así, la Escuela Politécnica francesa, verdadero alma máter de tecnócratas, forjó instituciones nutridas de servidores públicos eficaces e incorruptos en franco contraste con las antiguas elites cortesanas y nobiliarias, ajenas a la meritocracia, y dedicadas sólo a medrar socialmente. Destaca con fuerza la labor técnica que se realizó por Napoleón Bonaparte, cuyo legado jurídico, político y administrativo ha sido y sigue siendo de un valor extraordinario en la Historia contemporánea de Europa.
El gobierno de los técnicos, o tecnocracia, tiene como condición característica la de desproveer de poder de decisión a los políticos (legitimados por el principio democrático), en favor de los expertos (elegidos por su cualificación profesional que, en teoría, pretende lograr un mejor y más objetivo “servicio al interés general”), siendo así el tecnócrata puro el que manda o toma decisiones por razón de sus conocimientos técnicos y de su amplia experiencia, que controla los aspectos más específicos y particulares de lo que están decidiendo y, a priori, da confianza.
Conviene no olvidar la importante dualidad propia del Poder Ejecutivo, no debiéndose mezclar al Gobierno, legitimado democráticamente, con la Administración
El problema surge, sin embargo, cuando se descubre que el tecnócrata en puridad, siendo sin duda un activo esencial bajo el mando de un mandatario, puede no ser un gran gobernante, faltándole precisamente esa capacidad de dirección y de decisión, característica que sí le es propia al político de casta (entendido en el mejor de los sentidos). El tecnócrata, en definitiva, puede evidenciar a la larga inepcia como dirigente ya que su labor consistirá más bien en solucionar los problemas con arreglo a criterios o pautas estrictamente técnicos, sin tener en consideración muchas veces aspectos que quedan al margen de los mismos, o que los trascienden, y que pueden tener una gran relevancia social, personal y humana. Por dicha razón, creemos que conviene mantener la tradicional diferencia entre ambos perfiles.
En esta línea, conviene entonces no olvidar la importante dualidad propia del Poder Ejecutivo, no debiéndose mezclar al Gobierno, legitimado democráticamente, con la Administración. A diferencia de lo que sucede con aquél, en el que sus integrantes pueden tener un carácter más político, el personal que se encuentra al servicio de la Administración, sobre todo si ejerce funciones y potestades públicas, debe caracterizarse por su perfil técnico, despolitizado. Este objetivo es el que se pretende cuando se habla de la necesidad de lograr la “eficacia indiferente” de la Administración Pública, que conlleva dos tipos de neutralidad: la “neutralidad administrativa del Gobierno”, no debiendo inmiscuirse éste en labores de aquélla que tiendan a desvirtuar su fin último de servicio al interés general, y la “neutralidad política de la Administración", que implica la necesidad de que ésta y sus agentes actúen con imparcialidad en las labores de servicio público, con la mayor objetividad posible, dejando a un lado sus opciones políticas personales y aplicando, sin pasiones, la Ley, como único cuerpo al que deben estar sometidos.
De lo dicho hasta aquí se desprende la necesidad insoslayable de que un Estado constitucional de Derecho cuente con la clásica interrelación entre los técnicos y los que ejercen el liderazgo político, de modo que, aunque se produzca una distribución de funciones (conforme al viejo principio smithiano de división del trabajo), exista una interdependencia en su actuación respectiva.
Retomando ejemplos históricos, es paradigma digno de mención de esta compensada tensión técnico-política la China de los mandarines. En efecto, los mandarines se consolidaron como un verdadero estamento técnico-burocrático, que explicó en buena medida la longevidad (nada menos que 15 siglos) de un más que eficiente modelo de administración Imperial.
Los mandarines, procedían generalmente de las clases altas de China, aunque también lo hacían de los estamentos más pobres. Los acreditaban durísimos exámenes de acceso, que empezaban con la obtención del estatuto personal de “talento floreciente”, para acabar en el caso de los más exitosos en el palacio Imperial y ante el propio emperador, ante quien debían probar su “apariencia, presencia, manera de hablar y expresarse” que incluso les hizo depositarios de una versión propia de la lengua china: el mandarín, lo que en efecto los hacía imprescindibles; también se les exigía caligrafía y buen juicio entendido éste último como capacidad para determinar el “justo medio”.
Demostraron durante ese periodo tan prolongado de tiempo que la técnica y la política (entendida ésta última, insistimos, en el mejor de sus sentidos) deben ser tenidas como instrumentos acumulativos, no alternativos, en beneficio del interés general.
Es verdad que “La tecnocracia se legitima y justifica porque funciona”, (eso sí) “mientras funciona” (en palabras de Schelsky). Ahora bien, a la capacitación técnica se le debe dar altura de miras. Siendo cierto que debe ser entendida como requisito esencial de los miembros activos de una sociedad, no puede ser erigido en requisito único, pues no pasa de ser un medio –muy relevante, sin duda, pero un medio- para conseguir fines, siendo éstos los que definen el etos de la sociedad, requiriéndose siempre una formación más elevada que trascienda esa mera capacitación técnica con el objeto de que se actúe ad bonum commune.